domingo, 29 de junio de 2014

De linchamientos

“La pelota no se ensucia”, dice Diego Maradona cada vez que puede. Quiere significar que aunque todos cometemos errores y a menudo caemos en faltas y deslices no por humanos menos censurables, no podemos ensuciar la herramienta con la que trabajamos, la casa donde vivimos, el jergón en que dormimos. Y tiene razón. Si hay algo que debería ser limpio en la vida de los seres humanos, es la actividad o la práctica deportiva. El deporte, en donde se compite no para matar (incluso en el boxeo, esa no es la idea) sino para obtener un resultado que enaltece a quien gana tanto como a quien pierde por la gallardía que ambos tendrían que entregar en la lucha, debería ser actividad humana libre de las mezquindades y egoísmos propios de otros órdenes de la vida, prosaicos, violentos y utilitaristas.
Los griegos, tal vez los inventores del deporte como actividad física competitiva, luchaban por una simple corona de laurel. Por la efímera gloria. Por la satisfacción íntima y personal, no de haber superado a otro sino de haberse desafiado y superado a sí mismos. Esa es la antigua esencia del deporte: la victoria contra uno mismo. Ninguna lucha más ardua ni más heroica que aquella en donde el rival por vencer no es el que puede llegar adelante, meter un gol más o saltar un centímetro arriba, sino aquella en la que el atleta supera sus propios límites y se da a sí mismo la oportunidad de dibujarse metas más altas, objetivos más elevados. En fin, es la Utopía del deporte: que nos haga mejores personas… 
Pero, somos humanos. Esa utopía no siempre se logra y, a veces, pocas, ni siquiera es la intención de ciertos deportistas. El espíritu mercantilista, el afán de poder deportivo como camino hacia el poder político o económico, la ambición de fama por efímera que sea pero a costa de lo que sea, las ansias de revancha y desquite, el prurito infeliz de humillar al contrario o de anularlo como persona, a menudo pueden más que el Espíritu Deportivo, eso que los comentaristas anglos, gringos o agringados, llaman Fair Play.
Es por eso, por simplemente humano, que no me atrevo a censurar, acusar, denigrar, satanizar, juzgar y condenar a Luis Suárez, el delantero uruguayo que acaba de morder a un defensor italiano. Y no creo que la FIFA tenga alguna autoridad moral, aunque quizás tenga el derecho que le confiere su estatus jurídico de organización anormalmente supranacional, para castigarlo por ello con la ferocidad con que lo ha hecho. Porque otras faltas tanto o más graves, de otros jugadores igual, menos o más importantes, han ocurrido sin que la FIFA actúe. Aparte de su propia ropa sucia. No es peor un mordisco en el hombro, aunque sea reincidente, que una patada alevosa que corta la carrera de un rival, que un puñetazo en el rostro, que un escupitajo humillante o que un insulto a la familia como el que provocó el mejor cabezazo de la historia: el de Zinedine Zidane a Materazzi en Alemania 2006.

Coletilla: Y no me atrevo a juzgarlo y condenarlo ni como periodista ni como persona. Como periodista mi trabajo es informar, no juzgar; analizar, no perseguir; describir, no condenar; investigar, no injuriar ni calumniar; opinar, no hacer burla de nadie. Y como persona, he tenido errores asaz mayores, cometido faltas más graves; mis yerros no habrán sido públicos ni publicitados pero seguramente sí más incidentes y perjudiciales para alguien. Me miro a la cara y sé que no puedo, ni debo, arrojar la primera piedra.

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