“La pelota no se ensucia”, dice
Diego Maradona cada vez que puede. Quiere significar que aunque todos cometemos
errores y a menudo caemos en faltas y deslices no por humanos menos
censurables, no podemos ensuciar la herramienta con la que trabajamos, la casa
donde vivimos, el jergón en que dormimos. Y tiene razón. Si hay algo que debería
ser limpio en la vida de los seres humanos, es la actividad o la práctica
deportiva. El deporte, en donde se compite no para matar (incluso en el boxeo,
esa no es la idea) sino para obtener un resultado que enaltece a quien gana
tanto como a quien pierde por la gallardía que ambos tendrían que entregar en
la lucha, debería ser actividad humana libre de las mezquindades y egoísmos
propios de otros órdenes de la vida, prosaicos, violentos y utilitaristas.
Los griegos,
tal vez los inventores del deporte como actividad física competitiva, luchaban
por una simple corona de laurel. Por la efímera gloria. Por la satisfacción
íntima y personal, no de haber superado a otro sino de haberse desafiado y
superado a sí mismos. Esa es la antigua esencia del deporte: la victoria contra
uno mismo. Ninguna lucha más ardua ni más heroica que aquella en donde el rival
por vencer no es el que puede llegar adelante, meter un gol más o saltar un
centímetro arriba, sino aquella en la que el atleta supera sus propios límites
y se da a sí mismo la oportunidad de dibujarse metas más altas, objetivos más
elevados. En fin, es la Utopía del deporte: que nos haga mejores personas…
Pero, somos
humanos. Esa utopía no siempre se logra y, a veces, pocas, ni siquiera es la
intención de ciertos deportistas. El espíritu mercantilista, el afán de poder
deportivo como camino hacia el poder político o económico, la ambición de fama
por efímera que sea pero a costa de lo que sea, las ansias de revancha y
desquite, el prurito infeliz de humillar al contrario o de anularlo como
persona, a menudo pueden más que el Espíritu Deportivo, eso que los
comentaristas anglos, gringos o agringados, llaman Fair Play.
Es por eso,
por simplemente humano, que no me atrevo a censurar, acusar, denigrar,
satanizar, juzgar y condenar a Luis Suárez, el delantero uruguayo que acaba de
morder a un defensor italiano. Y no creo que la FIFA tenga alguna autoridad
moral, aunque quizás tenga el derecho que le confiere su estatus jurídico de
organización anormalmente supranacional, para castigarlo por ello con la
ferocidad con que lo ha hecho. Porque otras faltas tanto o más graves, de otros
jugadores igual, menos o más importantes, han ocurrido sin que la FIFA actúe. Aparte
de su propia ropa sucia. No es peor un mordisco en el hombro, aunque sea
reincidente, que una patada alevosa que corta la carrera de un rival, que un
puñetazo en el rostro, que un escupitajo humillante o que un insulto a la
familia como el que provocó el mejor cabezazo de la historia: el de Zinedine Zidane
a Materazzi en Alemania 2006.
Coletilla: Y
no me atrevo a juzgarlo y condenarlo ni como periodista ni como persona. Como
periodista mi trabajo es informar, no juzgar; analizar, no perseguir; describir,
no condenar; investigar, no injuriar ni calumniar; opinar, no hacer burla de
nadie. Y como persona, he tenido errores asaz mayores, cometido faltas más
graves; mis yerros no habrán sido públicos ni publicitados pero seguramente sí
más incidentes y perjudiciales para alguien. Me miro a la cara y sé que no
puedo, ni debo, arrojar la primera piedra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario