domingo, 15 de junio de 2014

Terror o esperanza

Imposible eludirlo. Colombia elige hoy Presidente para los próximos cuatro años, y ello importa al Ecuador. Y a la América Latina, que percibe un vislumbre de cambio ideológico y político de vital importancia, que deje atrás la vieja Democracia Representativa por un intento de Democracia Real, más justa, eficiente y equitativa, más cercana a los pueblos que a las élites, con participación de aquellos en las decisiones que comprometen su futuro y su vida misma.
Votar en blanco o abstenerse, no es opción ciudadana, ética ni humana. No se elige entre dos males, aunque parezca. Ni el Presidente Santos, aspirante a su primera reelección, ni el Ex Uribe, aspirante hipócrita a su tercera elección por interpuesta persona, garantizan que Colombia inicie el camino del futuro según el primer punto de la Declaración de la OEA en Asunción, que llama a “comprometer esfuerzos para erradicar el hambre y la pobreza, en particular la pobreza extrema, así como a combatir la inequidad, la desigualdad, la discriminación y la exclusión social e incrementar el acceso equitativo a los servicios de salud, a una educación de calidad e inclusiva”.
 Santos es la vieja oligarquía centralista, concentradora de los poderes político y económico en las mismas manos que los han usufructuado por más de dos centurias, y que hoy maneja un país como el que dibujara en los años cincuenta su mayor poeta social: “Entenados de una despótica familia de próceres; libertos de una vanidosa casta feudal; hijos putativos de las cadenas; ahijados de sus propios explotadores; pupilos de los grandes empresarios; mesnada de los advertidos filántropos del paternalismo; catecúmenos de la iglesia cesárea…”.
Nada ha cambiado en 60 años. Pero Santos es la esperanza de una paz negociada en condiciones humanas de inserción de los subversivos en la vida civil, con garantía de que ella no los convertirá en víctimas de la venganza sino que serán sujetos de justicia en términos que no los condenen a dejar la mesa de diálogos para enfrentar la muerte o la cárcel, por merecida que esta sea. Para finiquitar la guerra se deberá acordar cese al fuego y dejación de armas por la guerrilla, no su rendición incondicional.
Nos guste o no, la paz tiene un precio que es un sapo: el perdón a los actores de la muerte y la violencia: guerrilleros, paramilitares y ejército actor de genocidios y crímenes. Y hay que tragárselo. No hay inocentes en este escenario. Para llegar al Acuerdo de Paz, Colombia debe perdonar a sus verdugos. Los guerrilleros tuvieron un comienzo de lucha social que justificó sus inicios, aunque ese propósito se haya degradado con los años. Paramilitares asesinos sin más motivo que la codicia y la ambición, y ejército degradado en ocho años por su Comandante en Jefe, no tienen justificación. Pero a todos tiene que alcanzar el perdón para poner un alto y reiniciar el camino.

Coletilla: Uribe y su marioneta ofrecen volver a las masacres, corrupción, negocios turbios de familiares y amigos, ruido atroz de motosierras, espionaje y persecución a periodistas, intelectuales y adversarios políticos, agresión a los vecinos, crimen y muerte en una Colombia que tiene derecho a mirar delante. No a la guerra y a la ignominia.

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