Imposible eludirlo. Colombia elige hoy Presidente para los próximos
cuatro años, y ello importa al Ecuador. Y a la América Latina, que percibe un vislumbre
de cambio ideológico y político de vital importancia, que deje atrás la vieja Democracia
Representativa por un intento de Democracia Real, más justa, eficiente y
equitativa, más cercana a los pueblos que a las élites, con participación de aquellos
en las decisiones que comprometen su futuro y su vida misma.
Votar en blanco o abstenerse, no es opción ciudadana, ética ni humana.
No se elige entre dos males, aunque parezca. Ni el Presidente Santos, aspirante
a su primera reelección, ni el Ex Uribe, aspirante hipócrita a su tercera
elección por interpuesta persona, garantizan que Colombia inicie el camino del
futuro según el primer punto de la Declaración de la OEA en Asunción, que llama a “comprometer esfuerzos para erradicar el
hambre y la pobreza, en particular la pobreza extrema, así como a combatir la
inequidad, la desigualdad, la discriminación y la exclusión social e
incrementar el acceso equitativo a los servicios de salud, a una educación de
calidad e inclusiva”.
Santos es la vieja oligarquía
centralista, concentradora de los poderes político y económico en las mismas
manos que los han usufructuado por más de dos centurias, y que hoy maneja un país
como el que dibujara en los años cincuenta su mayor poeta social: “Entenados de
una despótica familia de próceres; libertos de una vanidosa casta feudal; hijos
putativos de las cadenas; ahijados de sus propios explotadores; pupilos de los
grandes empresarios; mesnada de los advertidos filántropos del paternalismo;
catecúmenos de la iglesia cesárea…”.
Nada ha cambiado en 60 años. Pero Santos es la esperanza de una paz
negociada en condiciones humanas de inserción de los subversivos en la vida
civil, con garantía de que ella no los convertirá en víctimas de la venganza
sino que serán sujetos de justicia en términos que no los condenen a dejar la
mesa de diálogos para enfrentar la muerte o la cárcel, por merecida que esta
sea. Para finiquitar la guerra se deberá acordar cese al fuego y dejación de
armas por la guerrilla, no su rendición incondicional.
Nos guste o no, la paz tiene un precio que es un sapo: el perdón a los
actores de la muerte y la violencia: guerrilleros, paramilitares y ejército actor
de genocidios y crímenes. Y hay que tragárselo. No hay inocentes en este
escenario. Para llegar al Acuerdo de Paz, Colombia debe perdonar a sus
verdugos. Los guerrilleros tuvieron un comienzo de lucha social que justificó
sus inicios, aunque ese propósito se haya degradado con los años. Paramilitares
asesinos sin más motivo que la codicia y la ambición, y ejército degradado en
ocho años por su Comandante en Jefe, no tienen justificación. Pero a todos
tiene que alcanzar el perdón para poner un alto y reiniciar el camino.
Coletilla: Uribe y su marioneta ofrecen volver a las masacres,
corrupción, negocios turbios de familiares y amigos, ruido atroz de motosierras,
espionaje y persecución a periodistas, intelectuales y adversarios políticos, agresión
a los vecinos, crimen y muerte en una Colombia que tiene derecho a mirar
delante. No a la guerra y a la ignominia.
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