martes, 3 de junio de 2014

¡Qué mamera, la astrología!

Como el mercantilismo a lo bestia no deja esperanza alguna para quienes no tienen el mango del sartén sino que están en el fondo cocinándose a fuego lento, a muchísima gente le ha dado por poner sus ojos y sus anhelos de tejas para arriba. Es decir, en lo místico, en lo esotérico, en lo incomprensible para los sentidos, aunque no lo sea para la fe de carbonero, antes ubicada en el altísimo, ahora en lo que sea que prometa paraísos inaccesibles o mejores tiempos para hoy por la tarde.
Y como los pobres no tienen seguro ni siquiera el desayuno de mañana y la clase media ya no sabe como equilibrar el colegio caro con la nevera vacía, todos ponen sus esperanzas en el shamán de comuna, en el astrólogo de periódico, en el horóscopo del día, en cualquier santo de medio pelo, y a ratos hasta en el dios particular de cada uno, esperando inútilmente que alguno de ellos les haga el milagrito de una lotería millonaria o una maleta repleta de dólares blanqueados, al voltear la esquina. Solo que la suerte, como es mujer y por lo tanto cruel, les hace pistola y ahí está que solamente los ricos se ganan la lotería.
Otros, más desocupados que necesitados, han dirigido sus energías a la abstracción, al yoga, a la búsqueda de lo espiritual en los meandros del Tao, a la aromaterapia, la aquaterapia, la luminotrapia, la odoterapia y hasta la mensoterapia, para no hablar del reiki, la meditación trascendental y, posiblemente, la candoroterapia total. Con lo cual, ya en el limbo absoluto, la vida se vuelve no sólo un completo estado de intrascendencia, sino de mudez y bobería totales. El sujeto está en Babia, en los cerros de Ubeda o en la nube rosada. Y de ahí no lo baja ni el hambre porque ni siquiera eso le da.
Así pues, está de moda consultar pitonisas y adivinos, dejarse bañar en babas y alcoholes por cualquier shamán de vereda, refregar en las espaldas un huevo podrido o un cuy ensangrentado por el curandero del barrio, o sumirse en un beatifico estado de memez intelectual, que convierte el cerebro en una lámina. Casi todo el mundo parece haberse hecho seguidor ferviente de esos farsantes que andan por el mundo con capa tornasol, anillos con signos extraños, ademán melifluo, maleta con sales y ungüentos, mirada inquisidora... y cuenta bancaria en las Bahamas a costa de los crédulos.
Tengo amigos y amigas que no dan un paso sin que alguien les lea el Tarot, no compran una acción en la Bolsa sin consultar a la pitonisa, no emprenden un viaje si la bruja de la esquina no les ha interpretado el pucho o la taza de café, y ni siquiera se levantan de la cama si no han llamado por teléfono, al menos, a una amiga que lee las cartas. Algunas de ellas –sobre todo ellas– se hacen ocho practicando el yoga o el reiki o como se llame esa gimnasia meditativa, inútil y pendeja, que solo sirve para ponerle a uno cara de atembado, y hasta han decidido, en el colmo de la siutiquería, que ya no se acuestan porque el placer que se necesita para sentirse vivo, ellas lo consiguen meditando en posición de loto y poniendo los ojos en blanco sin motivo alguno. ¡La mamera total! Los pobres seres racionalistas y vacunados contra esoterismos y creencias de cualquier índole, origen y trascendencia, ya ni siquiera podemos pegarnos un buen polvo el fin de semana porque las amigas andan metidas en el estudio del ocultismo, las convergencias planetarias, el rumbo de las constelaciones, la escoba de San Martín y hasta en la inmortalidad del cangrejo.
Sí, por culpa de astrólogos zurumbáticos, meditadores de barba sucia y mal aliento, sanadores de túnica blanca y pinta de profeta en desgracia, pitonisas despistadas y shamanes de mano rápida y aviso en la prensa diaria, ya estamos al borde de la castidad, con su secuela de aburrida autocomplacencia.

¡Qué mamera la astrología…!

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