Como el mercantilismo a lo bestia no deja esperanza alguna
para quienes no tienen el mango del sartén sino que están en el fondo
cocinándose a fuego lento, a muchísima gente le ha dado por poner sus ojos y
sus anhelos de tejas para arriba. Es decir, en lo místico, en lo esotérico, en
lo incomprensible para los sentidos, aunque no lo sea para la fe de carbonero,
antes ubicada en el altísimo, ahora en lo que sea que prometa paraísos inaccesibles
o mejores tiempos para hoy por la tarde.
Y como los pobres no tienen seguro ni siquiera el desayuno
de mañana y la clase media ya no sabe como equilibrar el colegio caro con la
nevera vacía, todos ponen sus esperanzas en el shamán de comuna, en el astrólogo
de periódico, en el horóscopo del día, en cualquier santo de medio pelo, y a
ratos hasta en el dios particular de cada uno, esperando inútilmente que alguno
de ellos les haga el milagrito de una lotería millonaria o una maleta repleta
de dólares blanqueados, al voltear la esquina. Solo que la suerte, como es
mujer y por lo tanto cruel, les hace pistola y ahí está que solamente los ricos
se ganan la lotería.
Otros, más desocupados que necesitados, han dirigido sus
energías a la abstracción, al yoga, a la búsqueda de lo espiritual en los
meandros del Tao, a la aromaterapia, la aquaterapia, la luminotrapia, la
odoterapia y hasta la mensoterapia, para no hablar del reiki, la meditación
trascendental y, posiblemente, la candoroterapia total. Con lo cual, ya en el
limbo absoluto, la vida se vuelve no sólo un completo estado de
intrascendencia, sino de mudez y bobería totales. El sujeto está en Babia, en
los cerros de Ubeda o en la nube rosada. Y de ahí no lo baja ni el hambre
porque ni siquiera eso le da.
Así pues, está de moda consultar pitonisas y adivinos,
dejarse bañar en babas y alcoholes por cualquier shamán de vereda, refregar en
las espaldas un huevo podrido o un cuy ensangrentado por el curandero del
barrio, o sumirse en un beatifico estado de memez intelectual, que convierte el
cerebro en una lámina. Casi todo el mundo parece haberse hecho seguidor
ferviente de esos farsantes que andan por el mundo con capa tornasol, anillos
con signos extraños, ademán melifluo, maleta con sales y ungüentos, mirada
inquisidora... y cuenta bancaria en las Bahamas a costa de los crédulos.
Tengo amigos y amigas que no dan un paso sin que alguien les
lea el Tarot, no compran una acción en la Bolsa sin consultar a la pitonisa, no
emprenden un viaje si la bruja de la esquina no les ha interpretado el pucho o
la taza de café, y ni siquiera se levantan de la cama si no han llamado por
teléfono, al menos, a una amiga que lee las cartas. Algunas de ellas –sobre
todo ellas– se hacen ocho practicando el yoga o el reiki o como se llame esa
gimnasia meditativa, inútil y pendeja, que solo sirve para ponerle a uno cara
de atembado, y hasta han decidido, en el colmo de la siutiquería, que ya no se
acuestan porque el placer que se necesita para sentirse vivo, ellas lo
consiguen meditando en posición de loto y poniendo los ojos en blanco sin
motivo alguno. ¡La mamera total! Los pobres seres racionalistas y vacunados
contra esoterismos y creencias de cualquier índole, origen y trascendencia, ya
ni siquiera podemos pegarnos un buen polvo el fin de semana porque las amigas
andan metidas en el estudio del ocultismo, las convergencias planetarias, el
rumbo de las constelaciones, la escoba de San Martín y hasta en la inmortalidad
del cangrejo.
Sí, por culpa de astrólogos zurumbáticos, meditadores de
barba sucia y mal aliento, sanadores de túnica blanca y pinta de profeta en
desgracia, pitonisas despistadas y shamanes de mano rápida y aviso en la prensa
diaria, ya estamos al borde de la castidad, con su secuela de aburrida
autocomplacencia.
¡Qué mamera la astrología…!
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