sábado, 28 de junio de 2014

Fútbol y solidaridad


         El fútbol es el deporte más extendido del mundo y el que más aficionados y cultores tiene. De este a oeste y de norte a sur, 3 mil 500 millones de personas están disfrutando ya, en vivo, por teve o por la radio, lo que ocurre con los sesenta y cuatro equipos que llegaron a las finales de Brasil/2014, y se enfrentan ahora para dirimir qué selección se lleva la dorada copa de la fama mundial y del bien jugar. No siempre el que gana es el mejor, pero ese es tema que no compete aquí.
Sin embargo, no es obligatorio gustar del fútbol. Hay otros deportes, e incluso la posibilidad de que ninguno interese. Decía el cineasta John Ford que “el ejercicio físico es un tontería: si uno está bien, no lo necesita; si está mal, no lo puede hacer”. Es cuestión de gustos y aficiones, terreno personal y privado. Y si recordamos que algunos lo denigran porque es “otra religión, otro opio del pueblo”, es estrictamente voluntario amarlo o denostarlo, mirarlo con displicencia o ignorarlo del todo. Mejor dicho, creer o no creer en su D10S y en sus arcángeles. Manuel Vásquez Montalbán lo decía: “me gusta el fútbol porque es una religión que no ha hecho mucho daño”.
         Tampoco tengo dudas de que son buenas personas todos quienes, amando u odiando el fútbol, consideran injusto que con tanta miseria, injusticia, falta de equidad, mala salud y pésima educación en todos los continentes, con pocas naciones libres de esas taras, un país gaste millonadas cada cuatro años para alimentar el gusto de la gente por el fútbol. Primero lo primero, arguyen, con todo derecho y gran sentido de la equidad. Y lo primero es que la gente no sufra de hambre, tenga acceso a buena educación y goce de excelente salud. Nadie estará en desacuerdo.
En esa lógica, solo países desarrollados como Japón, Alemania, el norte de Europa y tal vez Canadá, deberían tener Mundial de Fútbol y Juegos Olímpicos. Ni siquiera EE UU porque allí el número de pobres es bastante más de lo que dice Forbes, ni Inglaterra porque el verso del poeta sigue vigente: “No hay miseria comparable a la de Londres”, ni la Francia de “los galanes sin techo y las mecanizadas marionetas de la prostitución”, ni la Italia de “las mondadoras de arroz que son mondadoras de sus propios sueños”. Que se lo turnen Qatar, Dubai, los Emiratos Árabes y los Principados de Montecarlo, Luxemburo y Leichenstein, que no tienen pobres.
         Miremos al Brasil. Las protestas por falta de salud, educación y servicios esenciales, han venido decayendo por una simple razón: aparte de esas necesidades básicas de sobrevivencia, hay otra que no puede ignorarse: el derecho de la gente pobre a tener un momento o una semana o un mes de alegría. O qué: ¿Sólo adinerados pueden disfrutar del golf, tenis, equitación o squash en sus clubes privados? ¿El pobre debe primero conquistar a bala y machete su derecho a barriga llena, hijos graduados y familia saludable para poder gritar un gol o aplaudir una atajada imposible?

         Coletilla: ¿Los pobres son tan pobres que ni siquiera merecen un mes de alegría? Si Brasil no hubiera hecho el campeonato Mundial de 2014, asignado en 2007, ¿tendría resueltos todos sus problemas humanos y sociales? ¿No estaremos siendo demasiado egoístas  y mezquinos?

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