El fútbol es el deporte más extendido del
mundo y el que más aficionados y cultores tiene. De este a oeste y de norte a
sur, 3 mil 500 millones de personas están disfrutando ya, en vivo, por teve o
por la radio, lo que ocurre con los sesenta y cuatro equipos que llegaron a las
finales de Brasil/2014, y se enfrentan ahora para dirimir qué selección se
lleva la dorada copa de la fama mundial y del bien jugar. No siempre el que
gana es el mejor, pero ese es tema que no compete aquí.
Sin embargo, no es obligatorio gustar del fútbol. Hay otros deportes,
e incluso la posibilidad de que ninguno interese. Decía el cineasta John Ford
que “el ejercicio físico es un tontería: si uno está bien, no lo necesita; si
está mal, no lo puede hacer”. Es cuestión de gustos y aficiones, terreno
personal y privado. Y si recordamos que algunos lo denigran porque es “otra
religión, otro opio del pueblo”, es estrictamente voluntario amarlo o denostarlo,
mirarlo con displicencia o ignorarlo del todo. Mejor dicho, creer o no creer en
su D10S y en sus arcángeles. Manuel Vásquez Montalbán lo decía: “me gusta el
fútbol porque es una religión que no ha hecho mucho daño”.
Tampoco tengo dudas de que son buenas
personas todos quienes, amando u odiando el fútbol, consideran injusto que con tanta
miseria, injusticia, falta de equidad, mala salud y pésima educación en todos
los continentes, con pocas naciones libres de esas taras, un país gaste
millonadas cada cuatro años para alimentar el gusto de la gente por el fútbol.
Primero lo primero, arguyen, con todo derecho y gran sentido de la equidad. Y
lo primero es que la gente no sufra de hambre, tenga acceso a buena educación y
goce de excelente salud. Nadie estará en desacuerdo.
En esa lógica, solo países desarrollados como Japón, Alemania, el
norte de Europa y tal vez Canadá, deberían tener Mundial de Fútbol y Juegos
Olímpicos. Ni siquiera EE UU porque allí el número de pobres es bastante más de
lo que dice Forbes, ni Inglaterra porque el verso del poeta sigue vigente: “No
hay miseria comparable a la de Londres”, ni la Francia de “los galanes sin
techo y las mecanizadas marionetas de la prostitución”, ni la Italia de “las
mondadoras de arroz que son mondadoras de sus propios sueños”. Que se lo turnen
Qatar, Dubai, los Emiratos Árabes y los Principados de Montecarlo, Luxemburo y
Leichenstein, que no tienen pobres.
Miremos al Brasil. Las protestas por
falta de salud, educación y servicios esenciales, han venido decayendo por una
simple razón: aparte de esas necesidades básicas de sobrevivencia, hay otra que
no puede ignorarse: el derecho de la gente pobre a tener un momento o una
semana o un mes de alegría. O qué: ¿Sólo adinerados pueden disfrutar del golf,
tenis, equitación o squash en sus clubes privados? ¿El pobre debe primero conquistar
a bala y machete su derecho a barriga llena, hijos graduados y familia saludable
para poder gritar un gol o aplaudir una atajada imposible?
Coletilla: ¿Los pobres son tan pobres
que ni siquiera merecen un mes de alegría? Si Brasil no hubiera hecho el
campeonato Mundial de 2014, asignado en 2007, ¿tendría resueltos todos sus
problemas humanos y sociales? ¿No estaremos siendo demasiado egoístas y mezquinos?
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