Pata al suelo y greñas alborotadas, el chiquillo
eligió, para ir a dejar los desperdicios en la hondonada estrecha y profunda
que se abría desde lo alto de la montaña y apartaba la propiedad del abuelo de
la de los vecinos, el estrecho sendero de burros, vacas, perros y peones que
serpenteaba arriba, en el lindero del monte, en lugar del camino de arriería
que, por la orilla del río, se asomaba a trechos en dirección al puente. Al
hombro, el costal de estopa con cáscaras de huevos y frutas, papeles inútiles,
profusas pepas de aguacate, una rata muerta, restos de comida. Todo
biodegradable, diríamos hoy. Pero entonces no importaba. La era de plásticos y
enlatados aún no llegaba a la remota finca montañera. Si acaso, alguna botella
de vidrio rota cuyos pedazos quedarían enterrados en los escombros. Tal vez
algún trozo fungiría de lámpara al sol del medio día, o de quieta luciérnaga en
las noches despejadas de luna llena.
Arrojada la basura a las profundidades de la cañada,
el chico emprendió el regreso por el mismo sendero. Bajo el brazo, apretada, la
caja de cartón desarmada y el saco de yute vacío. Desde lo alto de la loma, el
pastizal descendía raudo y parejo hasta el camino. Ya conocía las sinuosidades
y altibajos de la ruta. Al final, un corto trecho escapaba a la vista y
terminaba casi plano, ya lo sabía, al borde del sendero. Apenas para la
minuciosa frenada. Puso el costal vacío sobre el cartón, sentóse a horcajadas,
y se impulsó con los pies descalzos, cuesta abajo. Sonrió divertido y se tocó
el diente flojo con la lengua: era el segundo que perdería…
La lluvia pertinaz del fin de semana, había penetrado
inevitable por una grieta oculta por el pasto en la rauda pendiente, saturada ya por el
prolongado invierno. Durante la noche anterior, un imprevisto derrumbe se había
desprendido de la última parte de la loma, que terminaba ahora en brusca
barranca y en un salto de unos tres metros hasta el terraplén acumulado a la
vera del camino de mulas y viandantes.
No lo advirtió sino al llegar al borde: por el aire
volaron cartón, costal y chicuelo, que aterrizó primero y de frente en el
húmedo terraplén. La pendiente ya somera, el fugaz vuelo del improvisado pájaro
implume, el exiguo peso de su figura menuda y enclenque, la tierra floja y
amigable, amainaron el golpe. Pero su cara quedó algo hundida en el barro. El
cartón, más liviano aún, planeó un par de segundos y aterrizó en su cabeza,
provocándole una sonrisa que exhibía un oscuro y diminuto hueco por el que
asomó, burlón, la punta de la lengua. Ya no estaba el diente flojo: brillaba
insolente en la huella del rostro dibujada en el barro: “Le ahorré a mi tía el
hilo y la cerrada de la puerta”, pensó. “Pero me perdí el beso”…
Se levantó, guardó el diente en el bolsillo de la
camisa, agarró costal y cartón, e inició el regreso a la casa mientras se
sacudía la ropa embarrada y enfrentaba mentalmente su primera preocupación: “La
abuela se va a enojar. Le diré que me saqué el diente yo solo para que no me
regañe”.
Y echó a andar camino arriba mientras rumiaba su
primera filosofía.
“Uy, la vida es muy peligrosa…”.
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