Los abuelos las llamaban eufemísticamente groserías, malas
palabras, vulgaridades o simplemente, ajos. Y cuando nos miraban feo delante de
la visita endomingada o de la beata entrada en años y en virtudes, aburrida a
morir, era porque seguramente se nos había escapado algún carajo debido al
cansancio de permanecer dos horas sentados, sin respirar. Lo cual era la
salvación porque antes de que el ajo fuera de más grueso calibre, nos hacían
salir al patio con cualquier excusa. Entonces descubrimos la utilidad de las
malas palabras.
Ya más crecidos, en el colegio, de curas como es lógico,
también aprisionábamos en la garganta todas esas palabrotas que averiguábamos
en el diccionario. Creo que desde entonces me quedó el gusto por esos librotes
que tenían en la P unos vocablos deliciosos e indecibles, al menos delante de
mayores pudibundos. Pero que gozábamos repitiendo entre nosotros aunque no
viniese al caso. El asunto era practicar para cuando fuera en serio.
Tal vez hasta los años sesenta, las malas palabras eran
patrimonio exclusivo de putas y arrieros. Porque -pregúntenle a cualquier
montubio- no hay mula que camine cuando está cargada sino es a punta de fuete y
putazos. Por eso mismo, a los rapaces entre 7 y 14 años nos encantaba la
compañía de los arrieros. Y si porteños, la de los marineros, expertos entre
los expertos en toda clase de sonoridades de cuatro letras. Creo que la cultura
empieza por la P.
A partir de los sesenta, esa década liberadora de corsés
lingüísticos y de gazmoñerías de té canasta, las malas palabras empezaron a
tener recibo. Status que llaman los yuppies o los estudiantes de inglés primer
nivel. Desde entonces no es sorprendente que la abuela diga ¡mierda! cuando el
nieto le mete un dedo al ojo, la esposa exprese en voz alta el ¡la puta esa!
que le merece la dueña del cabello que encontró en la chaqueta del marido, o la
universitaria recite en cinco minutos más palabrotas que un presidario en un
mes.
Porque en estos tiempos del destape, que al fin nos llegó,
las palabrotas tienen un no se qué de clarificador y chic. Como quien dice,
están in. Hasta nuestro mojigato periodismo acepta ya que un ajo bien puesto,
ahorra 10 ó 15 palabras rebuscadas en el saco de las buenas costumbres.
Aprovechen. Porque cualquier rato los moralistas al uso, los herederos de
Carreño y los corifeos de la decencia, capaz que nos vuelven a constreñir el
sonoro y esclarecedor encanto de las malas palabras. ¡Coño!
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