martes, 3 de junio de 2014

Al rescate de las groserías…

Los abuelos las llamaban eufemísticamente groserías, malas palabras, vulgaridades o simplemente, ajos. Y cuando nos miraban feo delante de la visita endomingada o de la beata entrada en años y en virtudes, aburrida a morir, era porque seguramente se nos había escapado algún carajo debido al cansancio de permanecer dos horas sentados, sin respirar. Lo cual era la salvación porque antes de que el ajo fuera de más grueso calibre, nos hacían salir al patio con cualquier excusa. Entonces descubrimos la utilidad de las malas palabras.
Ya más crecidos, en el colegio, de curas como es lógico, también aprisionábamos en la garganta todas esas palabrotas que averiguábamos en el diccionario. Creo que desde entonces me quedó el gusto por esos librotes que tenían en la P unos vocablos deliciosos e indecibles, al menos delante de mayores pudibundos. Pero que gozábamos repitiendo entre nosotros aunque no viniese al caso. El asunto era practicar para cuando fuera en serio.
Tal vez hasta los años sesenta, las malas palabras eran patrimonio exclusivo de putas y arrieros. Porque -pregúntenle a cualquier montubio- no hay mula que camine cuando está cargada sino es a punta de fuete y putazos. Por eso mismo, a los rapaces entre 7 y 14 años nos encantaba la compañía de los arrieros. Y si porteños, la de los marineros, expertos entre los expertos en toda clase de sonoridades de cuatro letras. Creo que la cultura empieza por la P.
A partir de los sesenta, esa década liberadora de corsés lingüísticos y de gazmoñerías de té canasta, las malas palabras empezaron a tener recibo. Status que llaman los yuppies o los estudiantes de inglés primer nivel. Desde entonces no es sorprendente que la abuela diga ¡mierda! cuando el nieto le mete un dedo al ojo, la esposa exprese en voz alta el ¡la puta esa! que le merece la dueña del cabello que encontró en la chaqueta del marido, o la universitaria recite en cinco minutos más palabrotas que un presidario en un mes.

Porque en estos tiempos del destape, que al fin nos llegó, las palabrotas tienen un no se qué de clarificador y chic. Como quien dice, están in. Hasta nuestro mojigato periodismo acepta ya que un ajo bien puesto, ahorra 10 ó 15 palabras rebuscadas en el saco de las buenas costumbres. Aprovechen. Porque cualquier rato los moralistas al uso, los herederos de Carreño y los corifeos de la decencia, capaz que nos vuelven a constreñir el sonoro y esclarecedor encanto de las malas palabras. ¡Coño!

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