Temprano quedé
en manos de mi abuela Ana de Jesús (Peláez Jaramillo de García Cano, para más
señas) y de mi tía Alicia: aquella de medio siglo, ésta de diez años cuando la
madre me parió, tardía.
La madre,
primera de una tribu de dieciséis hijos, hubo de enfrentar, una vez algo
crecida, el trabajo de ayudar a la abuela parturienta en una finca de café que
albergaba, en tiempos de cosecha (abril y mayo, octubre y noviembre), treinta
trabajadores trashumantes y el conjunto familiar. Así que no se casó hasta
cuando nació la última del clan, Alicia, que cerró el matriarcado y embobó por
igual al abuelo, a la matriarca y a la runfla de hermanos. Era hermosa. Nació
bella y lo siguió siendo el resto de su vida, con los estragos que la belleza
comporta. Para el mundo porque ella, ni tal: vivía sin enterarse de los
estropicios que causaban sus ojos, azules como los del abuelo (yo salí a la
abuela, pequeña, amestizada y morena), su voz de jilguero, sus gestos de
coqueta natural: victimaria y víctima, como suele suceder.
En medio de
ambas, diez varones y cuatro mujeres alternadas fueron disminuyendo con los
años hasta quedar en nueve. Enfermedades tempranas lejos de médicos y farmacias
y en manos de curanderos de vereda; un par de accidentes de trabajo: la rama de
un árbol demasiado grande para quien la detuvo y una mula que se despeña por un
encañonado resbaladizo arrastrando carga y arriero empecinado en salvarla;
cierta vez una bala perdida; otra ocasión una bien dirigida, dejaron en poco
más de la mitad el primigenio gentío. Que llegaba en tiempos navideños y hasta
cuando supe pues la vida me llevó por otros caminos, a treinta y cinco primos,
vástagos de los nueve hermanos sobrevivientes, todos empeñados en sacarle
gruñidos a la tía mayor, sonrisas al abuelo, complicidades a la abuela y
compañía para las travesuras a la tía menor.
No fui ajeno a
ninguno a tales avatares. Pero en los primeros tiempos campesinos, la
competencia era menor y los mimos de la abuela y la traviesa compañía de la
tía, compensaban con creces la desatención de la madre, ocupada en las “cosas
de la finca” y en las no menos importantes de los viejos y de mi padre, ausente
arriero de mulas y caminos.
Fascinante para
mis primeros años, la abuela era lectora. Remplazada por la madre en los
ajetreos de la casa debido a sus partos casi continuos, la abuela tenía tres
actividades principales, aparte de parir vástagos para el clan: regar y
consentir sus flores y maceteros, cuidar del tardío hijo de su primogénita… y
leer.
A casa llegaban
cada mes tres mulas arreadas desde el pueblo por don José, el Míster, un
libanés cacharrero y saltimbanqui que iba de finca en finca cobrando cuentas
atrasadas y dejando abalorios, utensilios, encargos anteriores, abonos y
semillas. Y una caja especial para mi abuela, con folletines decimonónicos y
libros que procedían del sur y del norte. De Argentina y Chile, potencias
editoriales de la época en América, y de México: Editorial Atlántida, Porrúa,
ZigZag, en fin. Otros mundos situados más allá del río, más allá de los colinas
que limitaban la finca, más allá de las montañas lejanas que azuleaban el
horizonte. Y que la abuela desentrañaba en voz alta. Pero no muy alta: apenas
para el nieto acomodado en sus faldas y para la tía concentrada a sus pies en
posición de loto.
Yo me
adormilaba al arrullo de las aventuras que saltaban desde las páginas de
Miráculas, de Henri de Volta, un libro gordo de múltiples relatos, cuentos,
poesías y frases que adquirían, en las modulaciones vocales de la abuela, un no
sé qué de azarosas posibilidades que estaban allá afuera, casi alcanzables por
el hueco de la ventana. Y seguía embelesado el ritmo de la lectura en los
pequeños alacranes y arañas negras que formaban filas iguales en las páginas… y
me iba quedando dormido… Pero me parecía curioso que esos relatos salieran de
allí, de esas páginas que cada tanto la abuela pasaba para enfrentar la
siguiente. Así que poco después de cumplir tres años –me contaron más tarde–,
le pedí a la abuela un regalo extraño para cuando cumpliera cuatro:
– Mamita,
cuando tenga cuatro años, ¿puedo aprender a leer?
Aclaro que en
Colombia los niños, no sé si aún, les decíamos a los abuelos Mamita y Papito.
Ha de ser porque cuando chicos, los sentimos más cerca y más afectuosos que los
padres, siempre tan ocupados…
Los meses
fueron pasando y creo que la abuela y la tía olvidaron mi petición un tanto
rara. Así que el día en que cumplía cuatro años, mi tía Alicia me llevó a
bañarme al río, a la poza que me gustaba y que habíamos construido con dique de
piedras entre varios primos y ella. Y volvió a casa conmigo bañado, vestido y
hambriento, a desayunar. Pero en el camino de regreso me miraba expectante, un
poco extraña, me parecía, como esperando algo. Años después me contó que no se
atrevía a recordarme el regalo que le había pedido a la abuela, pensando que se
me había olvidado… Porque yo no había dicho nada al levantarme ni en todo el
trayecto. Y suponía que, tal vez, preferiría otra cosa: un conejo, una cauchera
de horqueta de guayabo hecha por el padre, el dulce de piña de la abuela, una
acuarela de la tía Alicia, también pintora aficionada…
Pero no se me
había olvidado. Ni se me había ocurrido pensar en otro regalo.
En el desayuno de ese día, abuela, madre y tías me miraban sin que yo atinara a saber el porqué. No relacionaba mi vieja petición, ni la decisión de hablar con la abuela cuando terminara el desayuno, con las miradas furtivas de todos. Así que cuando terminó el desayuno y la madre se alejó hacia la cocina con tazas y platos vacíos, miré a la abuela y le dije:
En el desayuno de ese día, abuela, madre y tías me miraban sin que yo atinara a saber el porqué. No relacionaba mi vieja petición, ni la decisión de hablar con la abuela cuando terminara el desayuno, con las miradas furtivas de todos. Así que cuando terminó el desayuno y la madre se alejó hacia la cocina con tazas y platos vacíos, miré a la abuela y le dije:
– Mamita, ¿hoy
me enseña a leer?
Y así fue como
la abuela me aventó a ese mundo de más allá de la ventana, a esos caminos que
sigo recorriendo de la mano de los primeros amigos imaginarios, o no tanto:
están allí, entreverados en esas arañitas y alacranes negros que forman
palabras que construyen páginas que completan libros que edifican
bibliotecas que sugieren sueños.
Aún hoy me
acompañan esos remotos amigos: Tom Sawyer, Huck Finn, Becky Tatcher mi primer
amor de papel; la Tía Polly, Sandokán, Yañez el Portugués, Brick y su pabellón
negro, otro pirata de otros mares; Dick Turpin y el Bandolero Escarlata y Robin
Hood desde los bosques y las colinas de Albión; Scherazade, Miguel Strogoff y
Taras Bulba desde más allá de los Urales; Arizona Raines, Roy Rogers y Hopalong
Cassidy, que me inocularon el western desde las páginas de El Peneca; Antoine
Roquentin, Rodia Raskolnikov, Emilio Sinclair y Stephen Dedalus; en fin. Con
otros que se han ido agregando con el taciturno paso de los años: Emma, Ana,
Larissa, Molly, Rosendo Suárez, Arturo Cova, el Príncipe Hamlet y Ivanhoe;
Cumandá, don Segundo Sombra y don Alonso Quijano; el guaraní Tabaré, de Ersilla,
y el mapuche Caupulicán que inmortalizó Darío; y el Mr. Hayde y el Dr. Jeckyl y
Drácula, ese Príncipe de ultratumba que me agenció la primera noche de terror;
y el engendro del Dr. Franckestein… Y, claro, Remedios la Bella… Y Lisbeth
Salander…
Para no hablar del cine y los amores de celuloide, porque esa fue otra
historia familiar…
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