Mirando por TEVE una serie que me gusta, NCIS, vi un capítulo que me recordó a mi padre. Les comparto algo que escribí sobre él hace unos 20 años.
Una lección
inolvidable
Tengo un
recuerdo claro de mi padre. Es como una pintura al fresco que va cambiando de
escenario al vaivén de la nostalgia. Podría contar muchas cosas de un hombre de
quien jamás escuché una mala expresión, trabajó toda su vida de sol a sol
–literalmente–, nunca vi enojado, y se aplicaba unos pocos aguardientes en
ocasiones especiales, como cuando los abuelos cumplían años o nacía un sobrino
más en la familia. O cuando me gradué de bachiller. Pero hay un recuerdo que me
visita a menudo y que aún hoy, cuando mi barba ya blanquea, humedece mis ojos
de emoción y respeto. Pero el recuerdo requiere de un prefacio.
Antioqueño de
cepa, mi padre era un arriero campesino casi analfabeta. Al casarse con mi
madre, toda la familia de ella: padres, quince hermanos, algunos nietos
antecesores de la runfla que vendría después y, por supuesto, el yerno,
salieron de Antioquia y se radicaron en un pequeño pueblo del Valle del Cauca,
cerca de Cali, después de una corta temporada en Popayán, de donde quizás los
espantaron las niguas y la displicencia de una sociedad de timbres
aristocráticos y apellidos ilustres.
En aquel
pueblo mi padre, que había abandonado el campo y la arriería que le habían
ocupado la vida de soltero para dedicarse a menesteres urbanos en busca de un
mejor vivir para la familia, se convirtió en artesano ebanista. En ese pueblo
nací, estudié y, de su mano, aprendí a construir muebles de madera, mi mayor
orgullo en este otoño de la vida.
En aquellos
tiempos no existían esos inventos modernos de guardería infantil, kindergarden
y demás instituciones preescolares que le echan a perder a uno la infancia, así
que la primaria la inicié a los seis años en segundo grado pues ya mi abuela
–que devoraba folletines de Editorial Zig Zag y de Porrúa con los terribles
novelones decimonónicos– me había enseñado a leer y a escribir y rudimentarias
nociones de aritmética. De modo que la terminé a los diez años. Por supuesto el
mejor estudiante, y el encargado del discurso de despedida, cruel destino que
me acompañaría en bachillerato y del que sólo pude sacudirme en la universidad.
Por culpa de
mi abuela ya estaban en mi memoria Julio Verne y sus viajes submarinos y
estratosféricos; Emilio Salgari con las trapacerías de Sandokan y Yáñez el
portugués; Xavier de Montephin con su Panadera y los recorridos entre
románticos y sórdidos del Coche número trece; los tres mosqueteros que eran
cuatro como los pintores ecuatorianos de la antibienal; y, en los descuidos de
mi abuelo, conservador de raca mandaca, Emilio Zolá, Voltaire y Dostoyevski. Y,
sobre todos, Mark Twain, quien si supiera de las palizas que me proporcionó su
lectura, el viejo Samuel, su alter ego, saldría de la tumba para pedirme, por
lo menos, disculpas tardías. Porque si algo ha marcado mis años desde los
siete hasta los más de cincuenta y tantos de hoy, fueron las travesuras de Tom
Sawyer y Huck Finn. Y así seguimos…
Mi abuela me
prohibió leer antes de los veinte a Cervantes y a Shakespeare con un argumento
incontestable: "Mijo, los va a odiar si los lee antes de empezar a
vivir". Y como mi viejo maestro de castellano era de su misma estirpe, los
pasé por alto en una adolescencia demasiado comprometida, por lo demás, con
Marcial Lafuente Estefanía y Corín Tellado, de quienes me viene, creo, lo
agresivo y lo romántico. Y hoy puedo decir que por eso amo al caballero inglés
y al hidalgo manchego: los conocí de
adulto, como se debe.
Aun con tales
antecedentes, entrar a los once años a bachillerato fue un golpe serio. Era,
más o menos, la vida real. Mis compañeros de primaria eran casi todos hijos de
campesinos para quienes el estudio de los vástagos tenía que entreverarse con
el trabajo, de modo que estudiaban un año sí y otro no. Y aunque tenían conmigo
una marcada diferencia de edad, en la escuela todos conservábamos el espíritu
infantil, al margen de las preferencias intelectuales que yo escondía,
instruido por mi abuela, para no agredir con diferencias inentendibles.
Pero el
colegio era otra cosa: empezaba la vida. Allí los mocetones de catorce y quince
años que habían sido niños conmigo en la escuela, iniciaban el acelerado viaje
a la madurez con las previsibles actitudes sobradoras de quienes ya se empiezan
a sentir hombres. Pero yo seguía siendo niño. Así que ese primer año me dediqué
a no desentonar de mis panas en el aprendizaje de la vida: bolas, trompos,
fútbol, escapadas al río, caminatas por los montes matando pájaros y comiendo
frutas, enamorada compartida a la que yo apenas miraba mientras el pana le
acariciaba la mano –no hablaba ninguno de los tres–, billar por las noches con
cerveza incluida, etc.
Perdí el año.
De las catorce materias que cursaba, perdí siete: a lo bestia.
Mi madre me
propinó una paliza que todavía me duele al sentarme, pero mi padre guardó un
prudente y creo que comprensivo y solidario silencio. Pensé que, ante la
maternal azotaina, él había decidido que era suficiente.
Una semana después me dijo: "Mijo,
nos vamos unos días para la finca de su tío Graciel". Al día siguiente de
llegar, me hizo levantar a las cinco de la mañana, nos tomamos la
correspondiente taza de café hirviente en la cocina junto a los trabajadores,
me llevó con ellos al cafetal, me colgó un canasto en la cintura y me dijo:
"Aprenda a coger café. Le va a servir".
Y regresó al pueblo.
Coger café no
es lo que vimos que hacían "chapoleras" y jornaleros entre canciones
de amor, peleas por amor y miradas de amor en la telenovela Café, cuando la
bella Gaviota nos enamoró a todos pero se quedó con Sebastián Vallejo, que fue
más o menos como quedarse con todos. No. La jornada empieza a las seis de la
mañana con un frío que corta, transcurre por el mediodía bajo un sol de plomo,
y fenece a las seis de la tarde cuando los sucesivos canastos llenos de café
han ido a parar, debidamente contabilizados por el mayordomo para saber cuánto
coge cada trabajador, a una tolva desde la cual pasa al molino.
Entre el
comienzo de la mañana y el fin de la tarde, el día se llena de mosquitos que
pican como el demonio, alguna serpiente de vez en cuando y gusanos de pollo con
pelillos venenosos que arden como ortiga; el sudor se pega a la camisa y a la
entrepierna y corre por la cara como manantial salobre –cuando no llueve a
chorros y el agua golpea el precario poncho que cubre las espaldas mientras se
van entumeciendo las articulaciones–; la piel de los dedos, sensible y novata,
se raja en mil estrías, y ni siquiera las piernas de futbolista resisten las
doce horas en pie, cortadas al medio día para un contundente almuerzo que
permita continuar la jornada.
Al final de
esa primera semana, la mía había sido la cuota más baja entre los recolectores
que ya me miraban con ternura y piedad, pero en cambio tenía el récord de
picaduras, caídas y moretones, y mis manos de estudiante eran un mapa con
caminos de sangre.
El sábado
tarde llegó mi padre.
Yo había salido al camino a esperarlo
desde cuando lo vi remontar, a caballo, la última loma. Me subió al anca, me
preguntó sonriendo "como iba la cosa", y yo lo miré entre resentido y
acongojado. Pero saqué fuerzas para decirle: "Papá, no quiero ser cogedor
de café; quiero estudiar". Él me miró un rato que parecía eterno y
contestó: "Eso esperaba oír de usted".
Al día
siguiente se marchó de nuevo al pueblo, pero mi tío me informó por la noche que
había dado instrucciones para que los dos meses en la finca fueran, como
siempre, de vacaciones. Las disfruté como nunca
y hasta, de vez en cuando, me iba al corte a coger café un par de horas.
Y no volví a perder ni una materia en el resto de mis estudios.
Sí, era casi
analfabeta mi padre. Pero nunca he conocido a nadie tan bueno ni tan sabio.