jueves, 9 de octubre de 2014

¿Qué es izquierda? ¿Qué es ser de izquierda?

Escucho a menudo, más a menudo de lo que la pueril y poco meditada crítica merece, que “ya no hay división entre izquierda y derecha”; que es “una nomenclatura falsa que no explica nada” porque unos y otros son iguales y lo que buscan es aprovecharse del poder en su propio beneficio. Y otras tantas inteligentes sandeces por el estilo.
Sin embargo, hay algunas pistas para demoler tan frágil edificio crítico. En primer lugar, el concepto de “izquierda”, que parece tener origen en la ubicación de los asambleístas durante la Revolución francesa –a la derecha los conservadores y a la izquierda los reformistas–, no ha dejado de significar lo que entonces significaba: conservadores y reaccionarios al cambio, frente a reformistas que persiguen el ideológico, político y real avance de la sociedad. Ni más ni menos.
Que el ejercicio práctico de la Política, en algunas ocasiones, haya juntado a los dos extremos en el campo medio de las ambiciones personales, no implica que la izquierda haya dejado de serlo o que la derecha haya vislumbrado las bondades del cambio como factor de crecimiento y progreso, al contrario del estatismo conservador y la parálisis mental. Es un problema ético más que ideológico o político el hecho de que unos y otros cedan a la ambición de poder o de dinero. Esa es cosa propia de las derechas, que para eso están desde tiempos inmemoriales, aun antes de llamarse tales: enriquecerse, defender y aumentar esas riquezas, y para ello, controlar el poder social y político. Ese es su objetivo de vida, su proyecto vivencial. A las izquierdas las mueven otras cosas aunque a veces, como se dijo, los individuos se dejen llevar no por la ética sino por la ambición y la codicia. Tales cosas son: la justicia social, el equilibrio económico, el respeto a las diferencias. Esas minucias improductivas…
Por otra parte, el Poder efectivo ha estado siempre, incluso desde los intentos de gobernabilidad en la antigua Grecia, en manos de las clases altas dirigentes, sean filósofos, sabios y pensadores como en Atenas, o aristócratas, nobles, señores feudales, comerciantes, burgueses y empresarios en los siglos posteriores. E incluso burócratas que se adueñan del poder y lo convierten en su hacienda particular, como ocurriera durante setenta años con el Comunismo estalinista en la fenecida Unión Soviética, sin desconocer los logros que en ámbitos importantes como educación, ciencia, tecnología, salud y otros espacios, produjera la Revolución de Octubre.
Hoy, ese poder lo siguen ejerciendo las derechas desde sus mansiones urbanas, sus oficinas en las grandes capitales o sus propiedades rurales en donde ellos siguen siendo amos y sus trabajadores siervos, los nuevos dueños de vidas y haciendas: los administradores –y en algún caso paradigmático, como es el de la Reserva Federal en los EEUU, los propietarios– del sistema financiero global, que manejan las crisis a su antojo y conveniencia y luego, cuando la codicia provoca el desastre, exigen a los Estados “salvar la Economía”.
Hay otros también, con más mala imagen pero igualmente perniciosos: los mafiosos de variopinta clase como narcotraficantes, tratantes de personas, traficantes, vendedores y fabricantes de armas, cuna eterna de gran parte de la riqueza de la humanidad; o esa otra mafia que son los grandes laboratorios de farma; o las empresas multinacionales que ya no tienen límites estatales para su administración y pueden hacer de las leyes tributarias y laborales lo que les viene en gana, en fin.
Por supuesto, una definición clara e inequívoca de lo que significa “izquierda” o “ser de izquierda”, ha de anidar en el concepto mismo que habita en esa idea. Es decir, que cualquiera que piense la ha de tener “en la punta de la lengua”. Tal vez lo que haga falta sea convertir la idea, el concepto filosófico, ideológico y político, en palabras que se puedan juntar en una frase comprensible y más o menos certera, que le dé valor lingüístico y semántico a la idea. No trato ni me propongo ser original pues la frase, como dije, ha de estar en “la punta de a lengua” de muchas personas desde hace tiempos. Pero sugerí una hace pocos días ante la pregunta de algún habitante del cyberespacio: ¿Y que es izquierda? Le dije y lo ratifico aquí, en esta reflexión, en frase que la idea me ha sugerido como a otros muchos, tal vez:
“Izquierda es ese lugar intelectual, ideológico, político y ético, en el cual el Ser Humano es más importante que la propiedad, el capital, el dinero y las mercancías”.

Nada más. Pero también, nada menos. Yo me ubico en ese lugar: Soy de izquierda.

sábado, 4 de octubre de 2014

Exilio entre escritores, bohemios, putas y poetas…

Aunque sólo fue en 1974 cuando conocí personalmente a Mario Vargas Llosa, mis “roces” con el consagrado escritor peruano tienen tres momentos desde mi primer contacto con su obra hace ya más de medio siglo.
Aquel año, el escritor colombiano Gustavo Álvarez Gardeazábal organizó en Cali un Congreso de escritores que reunió a Eduardo Gudiño Kiffer, Edmundo Valadez, Manuel Puig, Clarice Lispector, Fernando Alegría, Jorge Edwards, Agustín Yáñez, Juan Rulfo, Vargas Llosa y Antonio Di Benedetto, entre los nombres ilustres que recuerdo, en el evento literario más importante que se haya realizado en la ciudad. Sólo faltaron Jorge Luis Borges y Octavio Paz, quizá los de mayor jerarquía, pero en esos años ambos estaban proscritos en un espacio cultural dominado por los ecos de la Revolución Cubana. Eran intelectuales de la Derecha y los leíamos casi que debajo de las cobijas.
Yo había suspendido ya una extraña e imprevisible carrera bancaria que iniciara en 1960 como mensajero en mi pequeño pueblo del montañoso occidente vallecaucano, y culminara en Cali ocho años después como Gerente de alguna sucursal urbana. Era eso, o un cargo de amanuense en la Alcaldía, bajo el patrocinio del cacique conservador. Hoy, quizá, sería diputado. O Ministro. No me arrepiento de haber elegido la mensajería…
De la carrera bancaria trunca tampoco me arrepiento. Me enseñó a trabajar. Aunque mis amigos dirían que sí, pero que se me olvidó… Y tienen razón. Con el paso de los años descubrí que no vinimos a durar y a trabajar, pero sí a trabajar para vivir con dignidad y un poco de holgura. Cosa difícil en una Economía de Mercado en la que para ser algo en la vida hay que tener, quizás, un poco de talento, mucha suerte… y un buen capital inicial. El resto llega por añadidura.
Pero mi primer contacto con el autor de La ciudad y los perros es más remoto. Fue en 1962, de la mano de quien sostendría con él y con Julio Cortázar, a fines de los años sesenta del siglo anterior, una de las más famosas polémicas literario políticas que se hayan leído en los medios culturales de América latina. Polémica que recogiera en un librito hoy inconseguible, Revolución en la Literatura o Literatura en la Revolución, la Editorial mexicana Siglo XXI: el escritor colombiano Oscar Collazos, conocido en el medio intelectual ecuatoriano.
         Volviendo al trabajo, no era la banca lo que me atraía del arduo mundo laboral. Lo mío, creo, lo intuí temprano, eran las letras… pero no las de cambio. Había ensayado un periodiquillo semanal en el Colegio –Ventana–, desde donde me asomaba a los chismes y noticias de la prensa nacional, y los analizaba con algo de mala leche y no menos mala intención. También los comentaba por la radio del pueblo, que funcionaba en el Teatro y disfrutaba de sus altavoces, desde los cuales anunciaba, un día sí y otro también, películas mexicanas… A veces aparecía algún filme de Hollywood y, por cada luna llena, uno europeo de la Italia del Neorrealismo y de la Francia de la Nueva Ola.  
De Hollywood llegaban comedias zonzas y buenos filmes de vaqueros y de gangsters, de modo que me hice fan de John Wayne, Roy Rogers, Gene Autry, Frank Sinatra, Humprey Bogart y Gary Cooper, del lado de las pistolas… Y de Grace Kelly, Ingrid Brgman, Lana Turner, Lauren Bacall y Rita Hayworth, del lado de las bandidas y las buenas. Y, claro, de Gina, Sofía, Briggite y las Anas italianas, prohibidísimas por el cura por atrevidas. Usaban escote al ombligo. Y a veces hasta el tobillo, como BB en Y Dios creó a la Mujer… De allá vienen mis intentos de crítica cinematográfica.
Así que entre la entrega de extractos bancarios en la madrugada para que no me vieran las chicas del Liceo Femenino en tan modestas y pedestres ocupaciones, y la agitada (¡!) vida pueblerina, un telegrama de la Sucursal del Banco en Buenaventura en el que ofrecían el cargo de Contador, me hizo pegar un salto y tomar una decisión mientras regresaba el piso: me iría a Buenaventura. Por cierto, de Mensajero ganaba 300 pesos al mes, y de Contador me pagarían 750. Ni lo pensé…
Llegué a Buenaventura a las 12 de la noche del viernes 5 de octubre de 1962. En tren. Aún funcionaba el Ferrocarril del Pacífico, y un ramal iba hacia la Costa, con Buenaventura como final del viaje. A las 12 y cinco recuperé mi maleta, algo abultada porque el viaje era definitivo, pero liviana. Sólo la ropa y dos o tres libros para el largo camino. Los otros, que ya ocupaban un estante, los despacharía mi padre días más tarde.
Bajé del tren maleta en mano, llamé un taxi que apareció al pitazo del tren, le dije al conductor a dónde me dirigía, sonrió, y me subí. Un par de minutos después me dejó en la puerta del hotel. El letrero se veía –no lo vi– a media cuadra de la estación, pero en contravía, de modo que tuvo que dar la vuelta a la manzana. Me percaté cuando se iba, sonriendo… Perdí un peso. Me consolé pensando que me había evitado cargar la maleta.
Los dos días siguientes los ocupé en recorrer las calles del Primer Puerto marítimo de Colombia, y en buscar alojamiento distinto de un hotel de lance, vecino a la estación, en una cuadra de marineros borrachos, vagos de profesión y damas de 4 en conducta.
El sábado, mientras caminaba por las calles reverberantes, el calor y la humedad a los que me acostumbraría poco a poco en los tres años siguientes, me golpeaban como lluvia de plomo derretido. A poco andar encontré un restaurante donde desayunar… con un ventilador que, al menos, revolvía el aire todavía no tan caliente de la mañana. Fue un alivio porque la caminata bajo el sol mañanero del puerto, ya me había empapado la camisa y desenrollado el mal genio.
Los por entonces 100 mil habitantes de Buenaventura se dispersaban sobre una isla algo menos que mediana, Cascajal, unida al continente por un puente que se llamaba El Piñal… en el que jamás vi una piña. Aún se llama así, aunque la estructura haya cambiado con los años y el progreso. También ha cambiado la vía de acceso, que ya no es un desastrado carretero lleno de huecos e historias non sanctas –por ahí quedaban los principales bailaderos, moteles, cantinas y burdeles–, sino una moderna autopista de 4 carriles. La ciudad, casas adentro del puente, sigue siendo la misma, pero mucho más violenta en consonancia con la violenta historia de mi país. La recuerdo algo bella en la parte del Malecón, donde entonces funcionaba un quiosco que era a la vez Fuente de Soda y bar durante el día, bar y discoteca por las noches desde el jueves, y que se llamaba tautológicamente El Kiosco. Por allí quedaron desparramados algunos recuerdos…
La calle principal, agitada y comercial, al lado del malecón y de las aguas quietas de la Bahía, se desprende desde una pequeña colina después de la cual empiezan las barriadas populares y lacustres de Viento Libre, los antros de la bohemia popular y los prostibularios de La Pilota, y llega hasta la elegancia neo republicana del Hotel Estación. Un poco más allá, hacia el mar, las bonitas casas de una urbanización de empleados del Puerto Marítimo, y los muelles donde se acoderaban a diario 3 ó 4 buques de carga, y de vez en cuando alguno de la Grace Line con pasajeros a bordo y mercancías de contrabando: cerveza Pilsener ecuatoriana y Brandy Domeq español.
Fue ese primero, un domingo caliginoso y denso. A la tarde, cuando el viento marino empezaba a refrescar el ambiente, me refugié al inicio de la Avenida que bordeaba el malecón, paseadero vespertino de la juventud porteña, en el Café Miramar. Al otro lado de El Kiosco, situado al norte, el Miramar era refugio de empleados del puerto, estibadores, oficinistas, vendedores, vagos y parroquianos en trance de cerveza, billar, dados, naipes y putas… Atendían meseras, adscritas a la vieja profesión.
Un muchacho forastero, con pinta de interiorano paliducho, no llamó la atención de la concurrencia masculina, pero sí la benévola de una mesera rotunda de carnes, alta, de ojos enormes y bello rostro mulato, que se apiadó de mi camisa húmeda de sudor y de mi cara de montañero perdido a orillas del mar… y me acercó una Pilsener ecuatoriana de contrabando; fría la cerveza, cálidos los ojos de la Copera, como llaman en Colombia a las mujeres que atienden en los cafés para hombres. Se llamaba Ana. Aunque no hay que confiar mucho en los nombres propios de las Damas de la noche, ni en sus orígenes: todas dicen ser de Pereira. Nos hicimos amigos. Amigos en serio. Jamás, en los tres años que duró mi aventura porteña, se le ocurrió invitarme a ocupar sus servicios nocturnos ni a mí se me pasó por la mente solicitarlos.
El lunes temprano me apersoné en el Banco, me presenté al Gerente don Jesús María Salcedo Vaca, bugueño de raca mandaca, quien me indicó el escritorio de Contador, me presentó a los otros diez o doce empleados de la sucursal, y regresó a su oficina dejándome con la cabeza metida entre dos enormes libros de contabilidad, que tendría que empezar a desentrañar ese minuto, so pena de que me regresaran a mi cargo de Mensajero… No lo hice mal. Había estudiado bachillerato comercial, el único posible en mi pueblo, de modo que los principios contables de la Partida Doble que había inventado el matemático y franciscano italiano Fray Luca Bartolomeo de Pacioli a fines del siglo XV, y las consecuentes columnas del Debe, el Haber y el Saldo, no me eran extrañas.
Al final de aquella primera jornada, cerrado y cuadrado el balance del día, me aventé a la calle mientras la pertinaz llovizna porteña refrescaba los remanentes del caluroso día. Me invitó a una cerveza un amigo a quien conocí en el restaurante en el desayuno del domingo anterior, colega de oficio aunque en otro banco, y quien ofreció presentarme algunos amigos “interesantes”. Entramos al Kiosko, sede de la nocturnidad porteña, que ya iniciaba con cervezas el ritual de charlas y avances aún no eróticos, pero sí prometedores. También allí, como en el Miramar ocho cuadras al sur, se sucedían los avatares del contacto humano. Pero aquí, menos comerciales y directos, más románticos y discretos. Como corresponde a la Clase Media…
Cerca de las 9 aparecieron en la puerta dos individuos, cada uno con un libro en las manos. Me simpatizaron de inmediato, y yo a ellos puesto que también llevaba bajo el brazo una novela de Faulkner. Mi reciente amigo y colega Julio Rosero, tumaqueño de cepa, me los presentó: Oscar Collazos, chocoano de Bahía Solano, y Edgar Cruz, de un remoto pueblo costero vecino del Ecuador y con su miseria edificada sobre una mina de oro: Barbacoas. Ambos, contemporáneos de mi juventud y, por lo que después sabría por ellos mismos, con sueños de ser escritores algún día. Para lo cual se preparaban leyendo…
Un poco después mi amigo ya antiguo de tres días y los nuevos de un par de horas, me habían presentado a otros que me acompañarían desde entonces, pero aún desconocidos para mí. A mi pueblo no llegaban todavía la literatura de tintes eróticos ni la de los nuevos autores. Así que los dos amigos convinieron en presentarme a Henry Miller y a Mario Vargas Llosa, en la forma familiar y amigable de los dos libros que portaban bajo el brazo: Trópico de Cáncer y el reciente Premio Biblioteca Breve de la Editorial española Seix Barral, La ciudad y los perros.
Estábamos en esos y otros nombres literarios, cuando apareció por la puerta del a esas horas Bar y Discoteca, a la misma hora en que la Cenicienta regresa al cubil de la Madrastra, un poeta oriundo de Guapi, habitante de Buenaventura, cincuentañero y locuaz contertulio nocturno de mis nuevos amigos, y cuyos versos solía declamar con hermosa y potente voz de barítono mi amigo Julio. Su mano espontánea estrechó la mía con la confianza de un viejo conocido. Era don Helcías Martán Góngora, poeta de las negritudes costeñas, amigo y compadre de Nicolás Guillén…














Lo que sigue de aquí y mis primeros “roces” con Don Mario, el escritor peruano, durante el mencionado Encuentro de Escritores en Cali, y luego en Quito hace pocos años, serán motivo de otra crónica. Pero comparto las fotos de la Isla Cascajal, donde se arrejuntan hoy los más de 300 mil habitantes de la ínsula, las de mis amigos de entonces, Óscar Collazos y el Poeta Helcías, y de Trujillo, mi pueblo montañero donde iniciara el periplo vital que hoy me tiene en Quito.

miércoles, 1 de octubre de 2014

¿El capitalismo en crisis?


¿El capitalismo en crisis?

En una entrevista reciente acerca del consumo excesivo de las naciones más desarrolladas y sus implicaciones en la economía de las menos favorecidas y en la suerte del planeta, Antonio Teruel, científico español, expone una conclusión que merece análisis: “El fin del capitalismo no es el fin del mundo”, dice previendo quizás una realidad si no inminente, sí en las perspectivas futuras. Por otra parte, el sociólogo estadounidense Immanuel Wallerstein asegura en una conferencia en Madrid: “El capitalismo no existirá en 30 años”.
Ambos criterios, de individuos no socialistas ni enemigos del sistema puesto que son científicos, no políticos, suenan optimistas para el grueso de la humanidad, pero seguramente se perciben oscuros y catastrofistas para quienes hoy son beneficiarios de un sistema económico que parece a punto de agotarse, ya no por sustracción de materia sino por exceso de uso y abuso de los limitados recursos del planeta. En síntesis, puede pensarse con argumentos válidos que el fin del capitalismo podría ser el comienzo de la civilización, esa “buena idea” de la que hablaba Ghandi.
Lo anterior lleva a ciertas consideraciones quizá pertinentes: El desarrollo, el crecimiento económico, el incremento de la producción, concepto distinto de la Productividad, ¿tienen algo que ver, poco o mucho, con el Progreso? Si nos atenemos, no a la Economía sino al sentido común y al significado lato del vocablo, Progreso es la “acción de ir hacia adelante. Avance, adelanto, perfeccionamiento”, dice el DRAE. Y si vamos hacia el sentido filosófico del término, José Ferrater Mora, en su Diccionario de Filosofía, nos dice que “… ha de distinguirse –el proceso– del Progreso, que puede considerarse como un proceso o una evolución en la cual van incorporados valores”. Se entiende con claridad que desarrollo no es progreso sino crecimiento, de la misma forma como evolución no es mejoramiento sino adaptación.
¿Qué valores hay más altos e importantes que el avance de la humanidad hacia su destino natural que es la felicidad de todos, su perfeccionamiento, sin excesos para unos ni carencias para otros, que son siempre la gran mayoría? Pero no es eso precisamente lo que actualmente ocurre aunque, hay que decirlo, jamás ha ocurrido. Pero ahora se sabe, con cifras elocuentes y demostrativas, que el camino elegido por el sistema capitalista de crecimiento sin limites ni consideraciones distintas al crecimiento mismo, a la acumulación de riquezas, no es el que conduce a ese derecho humano de acceder a la felicidad. Incluso sin aderezos utópicos y más bien limitado a que cada quien en cualquier rincón del planeta, disfrute de una vida digna.
Sin embargo, la realidad de las cifras muestra lo lejos que estamos de ese derecho, tan lejos que más parece utopía. Pero no lo es, ni debería serlo. La primera cifra ya es alarmante. El uno por ciento de la población mundial, es decir, 70 millones de los 7 mil millones que nos codeamos en los cinco continentes, tienen en su poder la mitad de la riqueza mundial. La otra mitad se divide entre los 6 mil novecientos treinta millones restantes. Y eso es alarmante a más de injusto. Pues no es que ese uno por ciento de la población trabaje más que el 99% de ella, sino que tiene a su disposición los bienes de producción y los recursos del planeta, controla los medios de producción, y reduce todo lo posible, para aumentar inequitativamente la rentabilidad que le produce el uso de esos recursos, salarios y otros costos de producción necesarios para la calidad de los productos y el bienestar de usuarios y trabajadores. Es posible que hagan caridad, eso es cierto. La filantropía mejora la imagen de empresas y personas. Pero no aporta un ápice a la solución del problema de la desigualdad social y el desequilibrio económico.
La otra cifra, ya no solo alarmante sino peligrosa para la suerte del planeta y la vida humana, indica que el 10% de la población, 700 millones de personas, poseen el 86% de los recursos del planeta, de la riqueza mundial. El otro 14% de esos recursos y de esa riqueza se distribuyen, malamente por lo demás porque dentro de esa injusticia hay otras injusticias adheridas, entre 6 mil trescientos millones de personas. Y hay otras injusticias adheridas porque esa desigualdad contiene otra: en el planeta, mientras, como se dijo, 70 millones de personas acaparan la mitad de los recursos del planeta, 870 millones se acuestan con hambre hoy… y lo harán de nuevo mañana.
¿Hay remedios para ello? Claro que sí. El primero y el que parece estar en camino, que el sistema capitalista colapse por sus contradicciones internas, por la escasez de recursos aprovechables, o por la vía violenta de la reacción de los miserables del mundo, esos a los que llamaba a las escalinatas de Benares el poeta colombiano Jorge Zalamea en un poema, El sueño de las escalinatas, que debería leerse al menos una vez al mes en cadena mundial de radio y televisión, a ver si los menos se concientizan o los más se organizan y los obligan a ello, sin los paños de agua tibia de la caridad y la filantropía.
Pero hay otra maneras menos trágicas. Veamos.
Tan dolorosa e injusta realidad empezará a disminuir, en primer término, reduciendo por acuerdo global o por Ley, la rentabilidad del productor, del intermediario, del comerciante, a límites racionales. Impidiendo la especulación, el acaparamiento, el incremento de precios cuando hay escasez, remplazándolo por mayor producción y mejor productividad, que sólo se consigue si el trabajo es gratificante. Eliminando la rentabilidad del capital ocioso y no productivo. El que se encuentra en los paraísos fiscales, por ejemplo, que alcanza la suma de 19 billones de dólares, es decir, 19 millones de millones: 19’000.000.000.000,oo en la nomenclatura numérica española. Castigando –sí, castigando porque es un abuso económico castigable pues perjudica a las mayorías trabajadoras no rentistas– el exceso de rentabilidad anual con impuestos crecientes que reduzcan el apetito desordenado por enriquecerse. Elevando el salario mínimo de  todos los trabajadores no calificados en porcentaje que permita algo más que sobrevivir. Reduciendo los montos salariales exorbitantes de los altos ejecutivos del mundo de los negocios y poniendo un límite máximo a esos ingresos. Dirigiendo los excesos de renta a la satisfacción de necesidades legítimas de la sociedad en el campo de la salud, la educación y la alimentación. Deteniendo la degradación ambiental propiciada por el innecesario incremento de la producción industrial de bienes superfluos o de obsolescencia programada. Integrando a la agricultura artesanal espacios áridos o degradados por la actividad humana extractivista y depredadora.
A muchos les parecerá imposible, utópico e irreal el anterior planteamiento. Y, por cierto, otros dirán que son postulados comunistas. Puede ser que lo sean. Pero también es ético y es moral y es justo, y eso debería ser suficiente para que se implemente a lo largo y ancho del planeta. Porque las cifras mencionadas arriba son, por contera, injustas, antiéticas e inmorales.
Todo ello requiere, por supuesto, de una actitud ética general y necesaria: que el discutiblemente legitimo derecho individual a la ambición sin freno como factor generador de riqueza, sea remplazado en su parte excesiva por el real y legítimo derecho colectivo a vivir con dignidad. Que los capaces física y mentalmente de trabajar y producir ganen en la medida de sus capacidades y en atención a sus necesidades. Y que los no capaces de hacerlo por cualesquiera razones, tengan la protección de los suyos o del Estado si aquello no es suficiente.
Nadie, absolutamente nadie por ambicioso que sea, necesita para alcanzar la felicidad tras la que caminamos todos desde el nacer, explotar a los semejantes, abusar de los recursos del planeta –que son finitos al contrario de la codicia que impulsa a ese abuso–, acumular riqueza en los niveles obscenos que exhiben algunos de los poderosos de planeta. Algunos porque otros, quizá los más ultra millonarios, se esconden bajo el paraguas de un bajo perfil que los ponga a salvo del odio colectivo y de la envidia de sus iguales.
 

         Será otro tema para otro momento, pero este es un dato vinculado y vinculante: el 30% de la comida que se produce en el planeta, se va a la basura por causas que ya analizaremos pero que son, entre otras: para que no bajen los precios; porque no se consume todo lo que se prepara y se ordena o se pide; porque las fechas de caducidad, ese invento mercantilista, se acercan y los productos se retiran de los estantes y se desechan en buen estado; porque el agricultor no puede sacar a tiempo sus productos y se dañan. En fin. Volveremos.