Aunque sólo fue en
1974 cuando conocí personalmente a Mario Vargas Llosa, mis “roces” con el
consagrado escritor peruano tienen tres momentos desde mi primer contacto con
su obra hace ya más de medio siglo.
Aquel año, el
escritor colombiano Gustavo Álvarez Gardeazábal organizó en Cali un Congreso de
escritores que reunió a Eduardo Gudiño Kiffer, Edmundo Valadez, Manuel Puig,
Clarice Lispector, Fernando Alegría, Jorge Edwards, Agustín Yáñez, Juan Rulfo,
Vargas Llosa y Antonio Di Benedetto, entre los nombres ilustres que recuerdo,
en el evento literario más importante que se haya realizado en la ciudad. Sólo
faltaron Jorge Luis Borges y Octavio Paz, quizá los de mayor jerarquía, pero en
esos años ambos estaban proscritos en un espacio cultural dominado por los ecos
de la Revolución Cubana. Eran intelectuales de la Derecha y los leíamos casi
que debajo de las cobijas.
Yo había suspendido ya
una extraña e imprevisible carrera bancaria que iniciara en 1960 como mensajero
en mi pequeño pueblo del montañoso occidente vallecaucano, y culminara en Cali ocho
años después como Gerente de alguna sucursal urbana. Era eso, o un cargo de
amanuense en la Alcaldía, bajo el patrocinio del cacique conservador. Hoy, quizá,
sería diputado. O Ministro.
No me arrepiento de haber elegido la mensajería…
De la carrera bancaria trunca tampoco me arrepiento. Me enseñó a
trabajar. Aunque mis amigos dirían que sí, pero que se me olvidó… Y tienen
razón. Con el paso de los años descubrí que no vinimos a durar y a trabajar,
pero sí a trabajar para vivir con dignidad y un poco de holgura. Cosa difícil
en una Economía de Mercado en la que para ser algo en la vida hay que tener,
quizás, un poco de talento, mucha suerte… y un buen capital inicial. El resto
llega por añadidura.
Pero mi primer contacto con el autor de La ciudad y los perros es más remoto. Fue en 1962, de la mano de
quien sostendría con él y con Julio Cortázar, a fines de los años sesenta del
siglo anterior, una de las más famosas polémicas literario políticas que se
hayan leído en los medios culturales de América latina. Polémica que recogiera
en un librito hoy inconseguible, Revolución
en la Literatura o Literatura en la Revolución, la Editorial mexicana Siglo
XXI: el escritor colombiano Oscar Collazos, conocido en el medio intelectual
ecuatoriano.
Volviendo
al trabajo, no era la banca lo que me atraía del arduo mundo laboral. Lo mío,
creo, lo intuí temprano, eran las letras… pero no las de cambio. Había ensayado
un periodiquillo semanal en el Colegio –Ventana–, desde donde me asomaba a los
chismes y noticias de la prensa nacional, y los analizaba con algo de mala
leche y no menos mala intención. También los comentaba por la radio del pueblo,
que funcionaba en el Teatro y disfrutaba de sus altavoces, desde los cuales anunciaba,
un día sí y otro también, películas mexicanas… A veces aparecía algún filme de
Hollywood y, por cada luna llena, uno europeo de la Italia del Neorrealismo y
de la Francia de la Nueva Ola.
De Hollywood llegaban comedias zonzas y buenos filmes de vaqueros
y de gangsters, de modo que me hice fan de John Wayne, Roy Rogers, Gene Autry,
Frank Sinatra, Humprey Bogart y Gary Cooper, del lado de las pistolas… Y de
Grace Kelly, Ingrid Brgman, Lana Turner, Lauren Bacall y Rita Hayworth, del
lado de las bandidas y las buenas. Y, claro, de Gina, Sofía, Briggite y las
Anas italianas, prohibidísimas por el cura por atrevidas. Usaban escote al
ombligo. Y a veces hasta el tobillo, como BB en Y Dios creó a la Mujer… De allá vienen mis intentos de crítica
cinematográfica.
Así que entre la entrega de extractos bancarios en la madrugada
para que no me vieran las chicas del Liceo Femenino en tan modestas y pedestres
ocupaciones, y la agitada (¡!) vida pueblerina, un telegrama de la Sucursal del
Banco en Buenaventura en el que ofrecían el cargo de Contador, me hizo pegar un
salto y tomar una decisión mientras regresaba el piso: me iría a Buenaventura.
Por cierto, de Mensajero ganaba 300 pesos al mes, y de Contador me pagarían
750. Ni lo pensé…
Llegué a Buenaventura a las 12 de la noche del viernes 5 de
octubre de 1962. En tren. Aún funcionaba el Ferrocarril del Pacífico, y un
ramal iba hacia la Costa, con Buenaventura como final del viaje. A las 12
y cinco recuperé mi maleta, algo abultada porque el viaje era definitivo, pero
liviana. Sólo la ropa y dos o tres libros para el largo camino. Los otros, que
ya ocupaban un estante, los despacharía mi padre días más tarde.
Bajé del tren maleta en mano, llamé un taxi que apareció al pitazo
del tren, le dije al conductor a dónde me dirigía, sonrió, y me subí. Un par de
minutos después me dejó en la puerta del hotel. El letrero se veía –no lo vi– a
media cuadra de la estación, pero en contravía, de modo que tuvo que dar la
vuelta a la manzana. Me percaté cuando se iba, sonriendo… Perdí un peso. Me
consolé pensando que me había evitado cargar la maleta.
Los dos días siguientes los ocupé en recorrer las calles del
Primer Puerto marítimo de Colombia, y en buscar alojamiento distinto de un
hotel de lance, vecino a la estación, en una cuadra de marineros borrachos,
vagos de profesión y damas de 4 en conducta.
El sábado, mientras caminaba por las calles reverberantes, el
calor y la humedad a los que me acostumbraría poco a poco en los tres años
siguientes, me golpeaban como lluvia de plomo derretido. A poco andar encontré
un restaurante donde desayunar… con un ventilador que, al menos, revolvía el
aire todavía no tan caliente de la mañana. Fue un alivio porque la caminata bajo
el sol mañanero del puerto, ya me había empapado la camisa y desenrollado el
mal genio.
Los por entonces 100 mil habitantes de Buenaventura se dispersaban
sobre una isla algo menos que mediana, Cascajal, unida al continente por un
puente que se llamaba El Piñal… en el que jamás vi una piña. Aún se llama así,
aunque la estructura haya cambiado con los años y el progreso. También ha
cambiado la vía de acceso, que ya no es un desastrado carretero lleno de huecos
e historias non sanctas –por ahí quedaban los principales bailaderos, moteles, cantinas
y burdeles–, sino una moderna autopista de 4 carriles. La ciudad, casas adentro
del puente, sigue siendo la misma, pero mucho más violenta en consonancia con
la violenta historia de mi país. La recuerdo algo bella en la parte del
Malecón, donde entonces funcionaba un quiosco que era a la vez Fuente de Soda y
bar durante el día, bar y discoteca por las noches desde el jueves, y que se
llamaba tautológicamente El Kiosco. Por allí quedaron desparramados algunos
recuerdos…
La calle principal, agitada y comercial, al lado del malecón y de
las aguas quietas de la Bahía, se desprende desde una pequeña colina después de
la cual empiezan las barriadas populares y lacustres de Viento Libre, los antros
de la bohemia popular y los prostibularios de La Pilota, y llega hasta la
elegancia neo republicana del Hotel Estación. Un poco más allá, hacia el mar,
las bonitas casas de una urbanización de empleados del Puerto Marítimo, y los
muelles donde se acoderaban a diario 3 ó 4 buques de carga, y de vez en cuando
alguno de la Grace Line con pasajeros a bordo y mercancías de contrabando: cerveza
Pilsener ecuatoriana y Brandy Domeq español.
Fue ese primero, un domingo caliginoso y denso. A la tarde, cuando
el viento marino empezaba a refrescar el ambiente, me refugié al inicio de la
Avenida que bordeaba el malecón, paseadero vespertino de la juventud porteña,
en el Café Miramar. Al otro lado de El Kiosco, situado al norte, el Miramar era
refugio de empleados del puerto, estibadores, oficinistas, vendedores, vagos y parroquianos
en trance de cerveza, billar, dados, naipes y putas… Atendían meseras,
adscritas a la vieja profesión.
Un muchacho forastero, con pinta de interiorano paliducho, no
llamó la atención de la concurrencia masculina, pero sí la benévola de una mesera
rotunda de carnes, alta, de ojos enormes y bello rostro mulato, que se apiadó
de mi camisa húmeda de sudor y de mi cara de montañero perdido a orillas del
mar… y me acercó una Pilsener ecuatoriana de contrabando; fría la cerveza, cálidos
los ojos de la Copera, como llaman en Colombia a las mujeres que atienden en
los cafés para hombres. Se llamaba Ana. Aunque no hay que confiar mucho en los
nombres propios de las Damas de la noche, ni en sus orígenes: todas dicen ser
de Pereira. Nos hicimos amigos. Amigos en serio. Jamás, en los tres años que
duró mi aventura porteña, se le ocurrió invitarme a ocupar sus servicios
nocturnos ni a mí se me pasó por la mente solicitarlos.
El lunes temprano me apersoné en el Banco, me presenté al Gerente
don Jesús María Salcedo Vaca, bugueño de raca mandaca, quien me indicó el
escritorio de Contador, me presentó a los otros diez o doce empleados de la sucursal,
y regresó a su oficina dejándome con la cabeza metida entre dos enormes libros
de contabilidad, que tendría que empezar a desentrañar ese minuto, so pena de
que me regresaran a mi cargo de Mensajero… No lo hice mal. Había estudiado
bachillerato comercial, el único posible en mi pueblo, de modo que los
principios contables de la Partida Doble que había inventado el matemático y franciscano
italiano Fray
Luca Bartolomeo de Pacioli a fines del siglo XV, y las consecuentes columnas del Debe, el Haber y el Saldo, no
me eran extrañas.
Al final de aquella primera jornada, cerrado y cuadrado el balance
del día, me aventé a la calle mientras la pertinaz llovizna porteña refrescaba
los remanentes del caluroso día. Me invitó a una cerveza un amigo a quien
conocí en el restaurante en el desayuno del domingo anterior, colega de oficio
aunque en otro banco, y quien ofreció presentarme algunos amigos “interesantes”.
Entramos al Kiosko, sede de la nocturnidad porteña, que ya iniciaba con
cervezas el ritual de charlas y avances aún no eróticos, pero sí prometedores.
También allí, como en el Miramar ocho cuadras al sur, se sucedían los avatares
del contacto humano. Pero aquí, menos comerciales y directos, más románticos y
discretos. Como corresponde a la Clase Media…
Cerca de las 9 aparecieron en la puerta dos individuos, cada uno
con un libro en las manos. Me simpatizaron de inmediato, y yo a ellos puesto
que también llevaba bajo el brazo una novela de Faulkner. Mi reciente amigo y
colega Julio Rosero, tumaqueño de cepa, me los presentó: Oscar Collazos,
chocoano de Bahía Solano, y Edgar Cruz, de un remoto pueblo costero vecino del
Ecuador y con su miseria edificada sobre una mina de oro: Barbacoas. Ambos, contemporáneos
de mi juventud y, por lo que después sabría por ellos mismos, con sueños de ser
escritores algún día. Para lo cual se preparaban leyendo…
Un poco después mi amigo ya antiguo de tres días y los nuevos de un
par de horas, me habían presentado a otros que me acompañarían desde entonces, pero
aún desconocidos para mí. A mi pueblo no llegaban todavía la literatura de
tintes eróticos ni la de los nuevos autores. Así que los dos amigos convinieron
en presentarme a Henry Miller y a Mario Vargas Llosa, en la forma familiar y
amigable de los dos libros que portaban bajo el brazo: Trópico de Cáncer y el reciente Premio Biblioteca Breve de la
Editorial española Seix Barral, La ciudad
y los perros.
Estábamos en esos y otros nombres literarios, cuando apareció por
la puerta del a esas horas Bar y Discoteca, a la misma hora en que la Cenicienta
regresa al cubil de la Madrastra, un poeta oriundo de Guapi, habitante de
Buenaventura, cincuentañero y locuaz contertulio nocturno de mis nuevos amigos,
y cuyos versos solía declamar con hermosa y potente voz de barítono mi amigo
Julio. Su mano espontánea estrechó la mía con la confianza de un viejo
conocido. Era don Helcías Martán Góngora, poeta de las negritudes costeñas,
amigo y compadre de Nicolás Guillén…
Lo que sigue de aquí y mis primeros “roces” con Don Mario, el
escritor peruano, durante el mencionado Encuentro de Escritores en Cali, y
luego en Quito hace pocos años, serán motivo de otra crónica. Pero comparto las
fotos de la Isla Cascajal, donde se arrejuntan hoy los más de 300 mil
habitantes de la ínsula, las de mis amigos de entonces, Óscar Collazos y el
Poeta Helcías, y de Trujillo, mi pueblo montañero donde iniciara el periplo vital
que hoy me tiene en Quito.