¿El capitalismo en crisis?
En una
entrevista reciente acerca del consumo excesivo de las naciones más
desarrolladas y sus implicaciones en la economía de las menos favorecidas y en
la suerte del planeta, Antonio Teruel, científico español, expone una
conclusión que merece análisis: “El fin del capitalismo no es el fin del
mundo”, dice previendo quizás una realidad si no inminente, sí en las
perspectivas futuras. Por otra parte, el sociólogo estadounidense Immanuel
Wallerstein asegura en una conferencia en Madrid: “El capitalismo no existirá
en 30 años”.
Ambos
criterios, de individuos no socialistas ni enemigos del sistema puesto que son
científicos, no políticos, suenan optimistas para el grueso de la humanidad,
pero seguramente se perciben oscuros y catastrofistas para quienes hoy son
beneficiarios de un sistema económico que parece a punto de agotarse, ya no por
sustracción de materia sino por exceso de uso y abuso de los limitados recursos
del planeta. En síntesis, puede pensarse con argumentos válidos que el fin del
capitalismo podría ser el comienzo de la civilización, esa “buena idea” de la
que hablaba Ghandi.
Lo
anterior lleva a ciertas consideraciones quizá pertinentes: El desarrollo, el
crecimiento económico, el incremento de la producción, concepto distinto de la
Productividad, ¿tienen algo que ver, poco o mucho, con el Progreso? Si nos
atenemos, no a la Economía sino al sentido común y al significado lato del
vocablo, Progreso es la “acción de ir hacia adelante. Avance, adelanto,
perfeccionamiento”, dice el DRAE. Y si vamos hacia el sentido filosófico del
término, José Ferrater Mora, en su Diccionario de Filosofía, nos dice que “… ha
de distinguirse –el proceso– del Progreso, que puede considerarse como un
proceso o una evolución en la cual van incorporados valores”. Se entiende con
claridad que desarrollo no es progreso sino crecimiento, de la misma forma como
evolución no es mejoramiento sino adaptación.
¿Qué
valores hay más altos e importantes que el avance de la humanidad hacia su
destino natural que es la felicidad de todos, su perfeccionamiento, sin excesos
para unos ni carencias para otros, que son siempre la gran mayoría? Pero no es
eso precisamente lo que actualmente ocurre aunque, hay que decirlo, jamás ha
ocurrido. Pero ahora se sabe, con cifras elocuentes y demostrativas, que el
camino elegido por el sistema capitalista de crecimiento sin limites ni
consideraciones distintas al crecimiento mismo, a la acumulación de riquezas, no
es el que conduce a ese derecho humano de acceder a la felicidad. Incluso sin
aderezos utópicos y más bien limitado a que cada quien en cualquier rincón del
planeta, disfrute de una vida digna.

La otra
cifra, ya no solo alarmante sino peligrosa para la suerte del planeta y la vida
humana, indica que el 10% de la población, 700 millones de personas, poseen el
86% de los recursos del planeta, de la riqueza mundial. El otro 14% de esos
recursos y de esa riqueza se distribuyen, malamente por lo demás porque dentro
de esa injusticia hay otras injusticias adheridas, entre 6 mil trescientos
millones de personas. Y hay otras injusticias adheridas porque esa desigualdad
contiene otra: en el planeta, mientras, como se dijo, 70 millones de personas
acaparan la mitad de los recursos del planeta, 870 millones se acuestan con
hambre hoy… y lo harán de nuevo mañana.


Pero hay
otra maneras menos trágicas. Veamos.
Tan
dolorosa e injusta realidad empezará a disminuir, en primer término, reduciendo por acuerdo global o por
Ley, la rentabilidad del productor, del intermediario, del comerciante, a
límites racionales. Impidiendo la
especulación, el acaparamiento, el incremento de precios cuando hay escasez, remplazándolo
por mayor producción y mejor productividad, que sólo se consigue si el trabajo
es gratificante. Eliminando la
rentabilidad del capital ocioso y no productivo. El que se encuentra en los
paraísos fiscales, por ejemplo, que alcanza la suma de 19 billones de dólares,
es decir, 19 millones de millones: 19’000.000.000.000,oo en la nomenclatura
numérica española. Castigando –sí,
castigando porque es un abuso económico castigable pues perjudica a las
mayorías trabajadoras no rentistas– el exceso de rentabilidad anual con
impuestos crecientes que reduzcan el apetito desordenado por enriquecerse. Elevando el salario mínimo de todos los trabajadores no calificados en
porcentaje que permita algo más que sobrevivir. Reduciendo los montos salariales exorbitantes de los altos
ejecutivos del mundo de los negocios y poniendo un límite máximo a esos
ingresos. Dirigiendo los excesos de
renta a la satisfacción de necesidades legítimas de la sociedad en el campo de
la salud, la educación y la alimentación. Deteniendo
la degradación ambiental propiciada por el innecesario incremento de la
producción industrial de bienes superfluos o de obsolescencia programada. Integrando a la agricultura artesanal
espacios áridos o degradados por la actividad humana extractivista y depredadora.
A muchos
les parecerá imposible, utópico e irreal el anterior planteamiento. Y, por
cierto, otros dirán que son postulados comunistas. Puede ser que lo sean. Pero
también es ético y es moral y es justo, y eso debería ser suficiente para que
se implemente a lo largo y ancho del planeta. Porque las cifras mencionadas
arriba son, por contera, injustas, antiéticas e inmorales.
Todo
ello requiere, por supuesto, de una actitud ética general y necesaria: que el discutiblemente
legitimo derecho individual a la ambición sin freno como factor generador de
riqueza, sea remplazado en su parte excesiva por el real y legítimo derecho
colectivo a vivir con dignidad. Que los capaces física y mentalmente de
trabajar y producir ganen en la medida de sus capacidades y en atención a sus
necesidades. Y que los no capaces de hacerlo por cualesquiera razones, tengan
la protección de los suyos o del Estado si aquello no es suficiente.
Nadie,
absolutamente nadie por ambicioso que sea, necesita para alcanzar la felicidad
tras la que caminamos todos desde el nacer, explotar a los semejantes, abusar
de los recursos del planeta –que son finitos al contrario de la codicia que
impulsa a ese abuso–, acumular riqueza en los niveles obscenos que exhiben
algunos de los poderosos de planeta. Algunos porque otros, quizá los más ultra
millonarios, se esconden bajo el paraguas de un bajo perfil que los ponga a
salvo del odio colectivo y de la envidia de sus iguales.
Será
otro tema para otro momento, pero este es un dato vinculado y vinculante: el
30% de la comida que se produce en el planeta, se va a la basura por causas que
ya analizaremos pero que son, entre otras: para que no bajen los precios;
porque no se consume todo lo que se prepara y se ordena o se pide; porque las
fechas de caducidad, ese invento mercantilista, se acercan y los productos se retiran
de los estantes y se desechan en buen estado; porque el agricultor no puede
sacar a tiempo sus productos y se dañan. En fin. Volveremos.
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