PERO RESERVO EL DEL SEXO PARA EL FINAL… Aún no lo escribo… Tendré que hacer algo para recordar, "¿Cómo era, dios mío, cómo era?" Jeje.
Los placeres de la vida
Que primero fue el placer lo atestigua la
Biblia. Los padres primigenios, antes que al dolor o al trabajo, que ya
vendrían y a montón, se enfrentaron al placer. El Paraíso Terrenal era eso: el
summun de todos los placeres que podían ofrecerse al ser humano para que
iniciara, con algún aliciente, tránsito y peregrinar por lo que, descubriría
después, era valle de lágrimas.
Quizás por eso su fracaso inicial. El ser
humano está construido más para el dolor que para el goce, más para el esfuerzo
que para la holganza, más para el llanto que para la risa. Así pues, no pudo o
no supo administrar lo que le fue dado y, cayendo en la desmedida ambición de
pretender más de lo conseguido, hubo de aceptar que, ya por aquellos lejanos
tiempos, la avaricia empezaba a romper el saco.
Y fue despedido de su Paraíso… En buena
compañía ambos, por supuesto, que de él y de ella necesitamos ella y él para
que la existencia sea menos ardua y no se olvide que, también en la vida
diaria, hay un tiempo para todo: un tiempo para el esfuerzo, un tiempo para el
goce.
Y como nos quedó el regusto de lo gustado y
una afición al placer que en buena hora no nos abandona, esta Agenda
finisecular de Diners Club del Ecuador, la última Agenda del Siglo XX y del
Segundo Milenio, nos ofrece un catálogo de placeres surtidos, de goces
variados, de aficiones y costumbres que sólo tienen un propósito: hacernos la
vida placentera y grata, después de haber cumplido a rajatabla el precepto
bíblico de “ganarás el pan”. El sudor y la fatiga requieren, para que sean
fructíferos y merezcan la pena, el intervalo del placer gozado hasta la última
gota.
Ahí van las propuestas, mes a mes.
Disfrútenlas.
Las artes de la escena
Así se les llama pues requieren escenario:
teatro, cine y música, aunque menos esta por cuanto se percibe sin más
escenografía que el aire. Pero es más bella cuando, tras lo audible, está el
conjunto de la orquesta con sus metales y sus maderas, sus cueros y timbres. Y
un director que organiza los espacios de música y los espacios de silencio.
El teatro es arte de representaciones. El
actor elude la realidad para mejor enunciarla en símbolos. Sobre tablado
escueto o escenografía, el actor desdobla la vida en muchas vidas para que el
espectador siga las eternas trascendencia o futilidad del vivir. Allí se
desarrollan, como en la vida real y de modo más real que en la vida, percudida
de mentira y vileza: comedia, tragedia y drama. El espectador, oficiante en la
vida diaria, es allí testigo y cómplice y juez en la representación de sus
heroicidades o cobardías, de su nobleza o su ruindad, en fin, de su existencia.
Arte novísimo que nace finando el siglo
anterior, el cine contiene teatro y música. Uno y otra se mezclan e imbrican en
secuencias y escenas para que el director y su comparsa compongan una sinfonía
de acetato por la cual desfilan, también, vida y muerte.
Claro que el anonimato de actores y músicos
en tiempos remotos, pasó a ser gloria y fama con la intermediación de la
prensa. De modo que las artes, hoy, se construyen a la sombra de nombres ilustres
que han hecho de ellas producto de consumo, a veces masivo y degradado, pero
siempre sublime: Sara Bernhardt, Carusso, Chaplin, Callas, Brigitte, Marilyn,
Pavaroti, Karajan, en fin, famas y glorias que perenniza el talento y guarda el
recuerdo a la par que la historia.
De la gaya mantenencia
A ella referíase el Arcipreste en el Libro del buen amor, manual que con El arte de amar, de Ovidio, deberían ser
de consulta obligada y aplicación perentoria ahora que entramos en un milenio
de paz. Adentro al menos…
Pues una cosa es alimentarse, como lo
aconsejaría cualquier nutricionista para que el sujeto no decaiga y recupere el
vigor perdido, aunque con ganancia, en la jornada de trabajo, y otra muy
distinta Comer. Así, con mayúscula, porque aquí no se trata del estómago sino
del sentido del gusto, más exigente porque linda con el placer. Y de eso se
trata: del placer de comer. Ese que se degusta más sin demasiada hambre.
Porque, ya lo dice el viejo y sabio aforismo: "A buena hambre no hay mal
pan". Y eso es distinto.
El hambre, no el apetito, invita al deber de
alimentarse. El apetito, no el hambre, invita al gusto de comer. La primera no
interesa aquí. Sí el segundo, motivo de esta entrada, para decirlo en términos
gastronómicos.
El primero de los placeres es el buen comer.
Los otros le siguen. A cierta distancia para que logren -todos- su esplendidez.
Excepto el de la siesta, adorable costumbre tan nuestra, tan hispana, obligado continuum. Y digo hispana aunque no sea
un invento de Hispania. Pertenece al instinto de la especie, perdido cuando
fuimos despedidos del paraíso y obligados -no me atrevo a decir condenados- a
trabajar. Pero los hijos de Hispania, cultos, no sólo civilizados, le dieron
status, que dicen. Para que el placer sea doble.
Pero, ¿y qué comer para que el placer sea
grande? Respuesta: lo que nos guste. No se trata de que compitan trufas con
mortadela o caviar con huevo frito o escargots con empanadas de verde. No. Se
trata de saborear y gustar lo que se come. Mejor si en buena compañía, que es
parte del placer de comer. ¿Recuerdan Tom Jones, esa deliciosa cinta de los
setentas, cuando Albert Finley y su amada comían -comiéndose- un pollo frito?
Pues, por ahí es la cosa. Claro que si es sushi con sake o caviar con
galleticas inglesas o salmón ahumado ligeramente crudo…
En fin, vean las fotos. E inspírense…
Una trampa deliciosa
Algo tienen en común dos rosas, una rama de
sándalo, una ballena gris, un árbol de cedro, tres ramos de jacintos, un
venado, dos gatos de algalia y una cosecha de limones. De ellos se extraen los
aceites que originan los perfumes. Esa nota sutil que se queda en el recuerdo
cuando pasa una mujer o, como es usual, se va, podría provenir de las glándulas
perineales de un gato etíope, del intestino de una ballena jorobada o de la
cosecha de jazmines que recoge una campesina turca.
Sin embargo de tan pedestre origen, el
perfume ha hecho cambiar el curso de la historia. Judit no hubiera engatusado a
Holofernes para dejarle un punzón de oro en el cerebro, si no hubiera estado su
túnica impregnada de sándalo. Y Cleopatra, sabedora de sus escasos poderes
políticos y sus muchos recursos amatorios, recibió a Marco Antonio envuelta en
nube de incienso, reclinada en la cubierta de una barcaza con las velas
impregnadas de perfume.
El perfume ha sido siempre ofrenda o trampa.
El incienso logró que los dioses fuesen propicios; y al observar que una nube
olorosa era premiada con la indulgencia, la mujer, intuitiva y sabia, vio en
ello refuerzo a sus armas. Y así nos va.
Pero entre el almizcle, la esencia sintética,
las flores de albahaca y el frasco que envuelve la fragancia que nos pone a
soñar o a recordar, hay un proceso industrial en el que intervienen
sembradores, recolectores, cazadores, químicos, olfateadores, perfumistas,
empresarios, diseñadores y hasta la bella señorita que en una boutique destapa
frascos hasta cuando la cliente decide cuál es el aroma que hará que dos
certeras gotas detrás de las orejas, logren escondidos e inconfesables
propósitos.
Marilyn dormía con dos gotas de Chanel en el
cuello. Por ello, pocas veces dormía sola. Y dice la historia que Napoleón ocultaba
el hedor de las batallas -sangre, sudor y algo más-, mediante un frasco de agua
de colonia escondido en su bota de guerrero. Y dice también que, tres días
antes de regresar a Versalles, enviaba un emisario a pedirle a Josefina que no
se bañara… pero que se perfumara. Después vino Waterloo y el exilio de Santa
Helena pero eso no fue a causa del perfume. Ni de Josefina.
En fin, que si la dama en cuestión empieza a
oler a Cuero de Rusia, a Charlie o a Opium, preocúpese. Algo está tramando…
Para el antes y el después
Cuando un periodista le preguntó a Jeanne
Moreau cuáles eran las tres cosas que más le gustaban, ella respondió precisa:
“Un whisky antes y un cigarrillo después”. Parafraseando a la actriz, diríamos
que las tres mejores cosas que hay en la vida son: Un cafecito antes y un puro
después.
Café y tabaco engrosaron la corta lista de
gozares que nos ha sido dado saborear para que resistamos amplio inventario de
sufrires. ¿Qué mejor que un café para asentar nostalgias, recuperar el vigor o
soñar despierto? ¿Habrá algo mejor que un puro de Cohiba, un habano de Robaina
o un estilizado Davidoff para enmarcar en volutas de humo una tarde de lluvia?
Para ello hay que ser románticos tirando a cursis como el suscrito, o poseer
una buena dosis de buen gusto en la chequera, que es por donde el buen gusto
funciona. Para ambos placeres hay condiciones ineludibles. El café ha de
ser negro como el diablo, caliente como
el infierno y amargo como la desilusión. Y no ha de ser sintético ni dulce ni
mezclado, a no ser con un chorrito de cognac pues que cualquier otro menjurje
lo envilece.
El tabaco exige también su ritual. Guardado
en caja humidificadora, no ha de dejarse al arbitrio del clima ni del aire. Su
prosapia pide oscuridad y buen ambiente. No debe ser blando ni duro. El humo
debe circular, no atropellar ni escasear. Y para que se logre el milagro, el
origen ha de ser noble y culto. En las tabaquerías hay alguien encargado de
leer en voz alta y con clara dicción, buena literatura. Por eso entre sus hojas
anida la poesía.
Originario de Abisinia, el café tiene raíces
en el mito y la casualidad. Dicen que Alá lo entregó a Mahoma para consolarlo.
Otros postulan el azar: Un pastor abisinio observó que sus cabras se excitaban
al comer ciertas bayas. Cosechó algunas, las llevó al convento y allí el Prior
hizo un brebaje que quitaba el sueño y acrecía la lucidez. La infusión pasó a
ser bebida obligada antes de rezar. Después sería preludio de actividades más
entretenidas.
Y ahora sí, café, un puro y ella.
O él…
El libro
La televisión casi ha logrado arrinconarlo.
La generación de fin de milenio lo tiene en menos, apegada a la “caja tonta”.
Pero él se resiste a morir y pelea con todas las letras. Pues aunque ya no
podamos prescindir de la omnipresente imagen visual -no es redundancia, aunque
parezca-, un buen libro es el summun del placer solitario. Placer asociado a
otros: vino con cuerpo, cognac con solera, un puro, café caliente, no hirviente
pues los cien grados lo asesinan.
Pero un buen libro -una buena lectura
cualquiera sea su forma-, debe merecer a su lector. Y para ello debe estar bien
escrito. No solo con talento, imaginación y creatividad, sino con respeto por
el idioma en que se construya. Para usar un símil religioso, la lectura es la
misa ritual del idioma. Y éste, columna vertebral de la identidad. Somos lo que
hablamos y lo que escribimos. “Estamos hechos de palabras”, decía Octavio Paz.
La palabra nos identifica y nos construye. Seríamos otros si estas frases
estuvieran en un idioma distinto al español.
El placer de leer está ligado al respeto con
que la página haya sido escrita. Un buen café no puede estar hervido ni un buen
vino agrio ni un puro desprolijo. Y un buen párrafo no puede ser desmañado. En
esos casos el placer se arruina. Prevalece a veces, ingratas veces, el deber de
informarse, como el de aplacar la sed con agua pura y sola, que es la impureza
líquida… Eso puede ser deber u obligación, jamás gozo.
De ahí que en la historia de las letras, como
en los recuerdos que suscribe el placer, sólo queden las páginas inmortales en
las que el idioma fue herramienta ennoblecida, no arma agresora ni aparejo
envilecedor. El placer verdadero sólo anida en nido noble aunque sea sencillo
camastro.
Algo más que adornar
El diccionario es mezquino en acepciones,
corto en significados. Decorar es más que adornar. Hasta puede no serlo porque,
a veces, un adorno en lugar de decorar desdora y agrede. Es que detrás han de
estar el buen gusto, la elegancia. También los denarios aunque el buen gusto no
es asunto sólo de dinero sino de ese algo más que tan poco abunda. Charme, que
diría una sofisticada amiga francesa.
Algunas edades han sido más afectas que otras
a la decoración. Los egipcios, sabedores del secreto del estilo; las dinastías
chinas y su milenaria cultura; ciertos emperadores japoneses; los Luises de esa
Francia que tanto sabe de elegancias y sofistiques; quizás algunos momentos del
imperio inglés o del español, en fin. Poco en América, tan joven ella y tan sin
galanura todavía.
Pero la decoración, el arte de embellecer un
espacio para que a la confortabilidad se unan distinción y proporciones,
comporta otros placeres aledaños: buscar y rebuscar por tiendas de anticuarios,
plazas de pueblo, mansiones abandonadas o el ático de los abuelos, ese mueble
ennoblecido por el tiempo, esa lámpara percudida de mohos que oscurecen la
belleza de sus líneas, aquél espejo de cristal de roca y marco primoroso, tal
bargueño que esconde secretos en sus recónditas oquedades, el artilugio inútil
cuyo uso no se sabe bien pero cuya presencia complementa una repisa o un
rincón. En fin, el arte de coleccionar objetos bellos para que la vida sea tan
agradable a la vista como a los demás sentidos.
Potencia, velocidad, placer
Hay mitos y hay manías. El mito es, para lo
que compete, una “tradición alegórica que tiene como base un hecho real”. La
manía es, entre otras cosas poco recomendables, obsesión por una idea fija. Si
juntamos las dos y nos alejamos del diccionario, tenemos que la mitomanía es,
también, la obsesión por alguna tradición alegórica. Pero, ¿qué tiene que ver
todo este asunto con el mes de julio? Pues que en este mes tenemos un mito y
una manía juntos. Veamos.
En 1903 los hermanos Wright volaron más de
mil metros en un aparato más pesado que el aire, contradiciendo a su tío,
obispo protestante, quien había sentenciado que “volar es imposible pues Dios
lo ha reservado para las aves”. Ese mismo año Henry Ford lanzaba su modelo A,
sucesor del primero de la familia en serie, el modelo T. Al mismo tiempo, dos
hermanos y un amigo vagonetas, le pusieron motor a una bicicleta porque les
daba pereza pedalear. Eso comprueba que una buena dosis de pereza unida al
talento, producen más que el sudor sin imaginación. El ocio es creativo cuando
detrás hay algo más que la rutina de la eficiencia: ingenio.
Con su bicicleta motorizada, William S.
Harley y los hermanos Walter y Arthur Davidson, crearon un mito que ahora tiene
96 años y que el año pasado congregó en Milwaukee, Wisconsin, patio de origen y
cuartel general de Harley-Davidson, a más de 100.000 motociclistas de Estados
Unidos, que se dieron cita allí para el 95° cumpleaños de la motocicleta más
publicitada, más querida y más odiada del mundo.
Si usted oye el sonido de un motor que ruge y
tose a la vez, y ve a un tipo de cabellos largos, gafas oscuras, pañuelo de
colores a modo de vincha, chompa de cuero, botas idem y jean roto y desteñido,
he ahí una Harley y a un maníaco casi inofensivo. Casi porque a veces son
peligrosos. Recuerde los filmes de motociclistas y, sobre todo, a Peter Fonda
en Easy Rider. Así que, cuídese. O compre una y adhiérase el Club de fans más
grande del mundo: La Harleymanía.
Pasando a las cuatro ruedas, el escudo
redondo con dos símbolos milaneses, la cruz roja y la serpiente, no es todavía
un mito, aunque nació en 1906. Pero sí es ya una “forma” de vivir. Es el Alfa
Romeo y su historia pasa por dos guerras mundiales, varias crisis, un par de
fusiones y un estilo y un diseño inconfundibles (hay uno, deportivo, de
Pininfarina, que es como para espanto y brinco).
Conducir uno es sentir que la velocidad y la
potencia son el único camino del placer de manejar. Una curva en un Alfa a más
de 150 por hora, es la gloria.
El Arte, ¿sirve para algo?
Hay un vocablo proscrito en arte: decorativo.
Se supone que el arte verdadero no es decorativo. Sin embargo, si un cuadro o
una escultura de quien quiera que sea se cuelga en la pared o se ubica en un
rincón de la casa, se hace exactamente eso: decorar un espacio de la vivienda.
Y mientras más famoso el artista, más misterioso el posible significado de la
obra, más insondables las motivaciones intelectuales, humanas o estéticas de su
hacedor, o mientras más costosa sea, mejor cumple su papel.
Supongamos un Da Vinci, un Van Gogh, un Egas,
un Rendón o un Kingman. Y que su valor como obra de arte sea reconocido por
quienes lo observen. Pues bien, tenerlo en algún espacio de la casa nos da, sin
lugar a dudas, goce estético evidente. Entonces, lo que hacemos es, justamente,
poner un elemento decorativo. Valioso, quizás, artística, filosófica,
sociológica y hasta políticamente, pero decorativo en suma. Y no hay que
avergonzarse por ello ni pretender que lo decorativo no interesa y que el
significado de la obra es lo único importante.
Eludiendo intelectualeces, una obra de arte
es, en primerísimo lugar, un objeto estético que proporciona placer a quien lo
posee u observa. Tanto que, como la belleza es subjetiva, la misma obra no
produce idéntico placer a dos personas. Y posiblemente a alguien pueden no
agradarle algunas inmortales. Particularmente, La Gioconda, por ejemplo, me
produce tanto aburrimiento como una Marina de Turner, aunque confesarlo sea
blasfemia. No viajaría a París o a Londres por ellas, aunque sí lo haría por algún
impresionista, por una geometría de Klee o Vasarely o un exabrupto de Bacon, o
a Madrid por una brujería de Goya o un famélico Cristo de El Greco. De modo
que, siguiendo a Santo Tomás, aceptemos que “bello es lo que visto agrada”.
Lo bello de lo inútil
La máquina de escribir primero, la
computadora luego, la hicieron pasar al rincón de los recuerdos gratos en el
desván de los objetos inútiles y bellos. Es la pluma estilográfica. Con ella
aprendieron a escribir los abuelos, y hoy queda apenas en manos de unos cuantos
nostálgicos que se empeñan en estampar con ella la rúbrica.
Es uno de los más bellos objetos que se hayan
inventado. Elegante en su diseño, puede ser también valiosa por sus
componentes, oro o platino, así como delicada pieza de precisa orfebrería. La
tinta, en una estilográfica de calidad, fluye sin pausas ni derrames para que
el rasgo sea certero y fino. Y como exige delicadeza y pulso firme a la vez,
los viejos solían tener una bella letra. Su uso imponía algo que ya está en
desuso: buena caligrafía. Hasta un manual con exigentes leyes había para que la
letra estuviese a la altura del adminículo que la trazaba.
Tuvo antecedentes avícolas y de ahí su
nombre. Las plumas de ganso, dicen, que tan viejo no soy, eran las mejores pues
su trazo era nítido. Luego vinieron las de metal, ensambladas en un mango de
madera que después descendió a la ordinariez del plástico. Pero estos
“empates”, que así se llamaban en las épocas remotas de mi niñez, servían para
las letras iniciales de la primaria. Pues en bachillerato se ascendía
-literalmente- a la pluma fuente estilográfica.
Varias marcas hay, en función del bolsillo.
Esterbrook, Sheaffer, Waterman, Mont Blanc, entre muchas. Y la clásica. La
pluma fuente de verdad: la Parker en sus variados modelos, de entre los cuales
el inmortal es la Parker 51. Ninguna le aventaja aunque algunas la igualen.
No hace mucho, el distribuidor local de
Parker tuvo el gesto elegante de obsequiarle al Presidente de la República, la
pluma fuente con que firmaría el Tratado de Paz. Ambos quedaron ennoblecidos:
el objeto y el tratado. Un acuerdo de paz y una carta de amor, sólo pueden ser
escritos y rubricados con pluma fuente. Con bolígrafo sería desmerecerlos.
Las joyas
La tierra oculta un alma de metal o de roca
que el tiempo construye con lenta sabiduría y el ingenio humano trabaja en
paciencioso ejercicio de orfebre, para que luzca resplandeciente en un cuello
besable, en una mano amada, sobre el tejido que cubre un pecho dador de
promesas incumplidas. Son las joyas.
Puede ser un anillo donde los diamantes
aseguren fidelidades rompibles, un collar cuyas perlas sean capaces de suscitar
discreción y propiciar una hermosa página literaria, un broche que cierre sin
obturar el camino de la dicha, o un adminículo donde el tiempo deshaga uno a
uno los instantes. Las joyas han estado siempre unidas a la trayectoria del ser
humano. Y siempre han sido objeto lúdico de elegancia sin par, aunque a veces
la historia escriba páginas de muerte con sus fulgores y sus aristas. Lucrecia
vertía en la copa que señalaba su capricho, el veneno oculto en su anillo de
intrigas.
Son también eternas. El broche en forma de
sagrado escarabajo de oro y lapislázuli que Nefertari ordenó construir a sus
orfebres, a quienes luego hizo asesinar para que no pudiesen repetir tan
hermoso trabajo, inició su periplo en tiempos de Ramsés II y aún trasiega días
y páginas en una hermosa novela de Manuel Mujica Laínez…
Verlas produce envidia o deseo; poseerlas
entraña seguridad; lucirlas comporta placer insuperable. Sin embargo, no
siempre lucen bien. Las joyas van con la mujer. Están hechas la una para las
otras y éstas para ella. El hombre enjoyado más parece vitrina de baratijas que
otra cosa. En ella lucen, en él decoran. Quizás sea prejuicio sin razón pero
una mano masculina que exhiba excesivo o artificioso anillo, produce
desconfianza. Y un pecho hirsuto atiborrado de cadenas, alamares o
condecoraciones, no debe de albergar bajo una piel nada confiable. Bebería sin
pensarlo dos veces la copa de Lucrecia, pero no tomaría sin precauciones una
enjoyada mano masculina, hecha más para el arma de guerra o el apero de
labranza que para la delicada y sutil caricia de una joya.
Sí, la joya y la mujer se complementan: son
una.
Sudar es un placer
Claro que Mario Vargas Llosa, en su “Diatriba
contra el deportista” de Los Cuadernos de don Rigoberto, denuesta de cualquier
actividad física que vaya más allá del ajedrez o el dominó. Pero ya sabemos que
don Mario exagera a menudo. Él mismo tiene una atlética pinta de deportista que
no esconden las canas coquetas ni el traje inglés. Debe de hacer aeróbicos a
escondidas.
El deporte es más bello mientras más
riesgoso. Nada que no lleve implícito el peligro vale la pena. Por eso la vida
-que es un deporte- es bella, y por eso es interesante el amor, en cuya
práctica suele dejarse la vida o, al menos, un retazo grande de ella. Pero hay
otros deportes que, de alguna manera, llevan el espíritu y el ánimo a las
regiones riesgosas que oscilan al filo de la navaja.
Hay placer y hay belleza en el risco
resbaladizo y en la grieta escondida en la nieve, por donde pueda irse el pie
para no regresar; los hay en el viento que riza y encrespa la ola y empuja la
vela en la regata; los hay en la embestida del burel que busca el trapo y, a
veces, misterios de la genética, equivoca el envite y encuentra el cuerpo del
matador; los hay en la magnífica ingeniería del bólido lanzado a trescientos
kilómetros por hora en pos de una copa de plata, y los hay, también, en el
fondo del abismo a donde llega el buceador empecinado en, apenas, mirar un
paisaje inédito.
Claro, también hay deportes bellos que no
entrañan riesgo, salvo que un golpe de viento desvíe la pelota y ésta acierte
en el ojo de un espectador; o que un mal cálculo geométrico haga errar la
carambola. Difícilmente el golf y el billar podrían ofrecer riesgo distinto al
de que el jugador haga hoyo en uno y le toque pagar la ronda de tragos en el
bar, o, peor aún, que su perfomance de la tarde esté diez o doce golpes por
encima del par; o que la carambola errada le cueste una apuesta con varios
ceros a la derecha. Son los riesgos del orgullo que, por supuesto, entibian más
a la hora del éxito y duelen mucho más al momento de la derrota. Pero el
deportista tiene un código, cuando lo es de verdad: no importa tanto la
victoria cuanto la competencia. Con lo cual volvemos al deporte rey, el amor, que
también allí la mejor batalla es la que se puede perder.
Placer de dioses...
Baco, sabio y salaz, lo ennobleció al
mezclarlo con la poesía, en unión carnal cuyos frutos aún penden del árbol de
la vida. Jesús, taumaturgo, lo entregó a la humanidad desde el agua canaanita y
la copa sangrante de su despedida. Noé, náufrago, lo utilizó para celebrar su
regreso. Está cerca de la santidad y del pecado. Se une a la risa y al llanto.
Ayuda a bajar el manjar sofisticado y el pan áspero, pues que acompaña al festín
y al mendrugo sin envanecerse ni desmerecer.
Es el vino. Desde los remotos inicios de la
especie, una buena copa -es un decir, quizás era un medio mate de calabaza o el
cuenco de una hoja- servía para aliviar la fatiga de un día de caza o de
combate, o para, después del otro combate, el del amor, reponer la libido y
revivir el ardor.
Fue, por cierto, base y cimiento para los
caldos embriagantes que vendrían después, cuando algún cavernícola olvidó por
varios días cualquier menjurje cuya fermentación le supo a gloria. Papa, maíz,
arroz, frutas, algún tubérculo o raíz, sabia o azarosamente fermentados,
originaron los bebestibles que vienen haciendo de la civilización, cultura.
Le decantación máxima del vino, a partir de
uvas seleccionadas, envejecido en barriles de roble, produce el licor de más
solera, cuerpo y sabor: el cognac de Galia, el brandy de Hispania.
Ambos, vino y cognac, acompañan otros
placeres: el de la conversación, el del amor, el de la soledad. Una copa de
Remy Martin o de Felipe II, un poema de Kavafis y un sillón mullido frente a un
cuadro que diga más de lo que muestre o de una ventana con atardecer, son
placer incomparable. Que, por supuesto, sólo se disfruta de verdad cuando la
urgencia y la precipitud han cedido espacio a la calma y al sosiego.