sábado, 31 de mayo de 2014

Los placeres de la vida…

NO SON DOCE: SON TRECE COMO DIJE EN FACEBOOK.

PERO RESERVO EL DEL SEXO PARA EL FINAL… Aún no lo escribo… Tendré que hacer algo para recordar, "¿Cómo era, dios mío, cómo era?" Jeje.

Los placeres de la vida
Que primero fue el placer lo atestigua la Biblia. Los padres primigenios, antes que al dolor o al trabajo, que ya vendrían y a montón, se enfrentaron al placer. El Paraíso Terrenal era eso: el summun de todos los placeres que podían ofrecerse al ser humano para que iniciara, con algún aliciente, tránsito y peregrinar por lo que, descubriría después, era valle de lágrimas.
Quizás por eso su fracaso inicial. El ser humano está construido más para el dolor que para el goce, más para el esfuerzo que para la holganza, más para el llanto que para la risa. Así pues, no pudo o no supo administrar lo que le fue dado y, cayendo en la desmedida ambición de pretender más de lo conseguido, hubo de aceptar que, ya por aquellos lejanos tiempos, la avaricia empezaba a romper el saco.
Y fue despedido de su Paraíso… En buena compañía ambos, por supuesto, que de él y de ella necesitamos ella y él para que la existencia sea menos ardua y no se olvide que, también en la vida diaria, hay un tiempo para todo: un tiempo para el esfuerzo, un tiempo para el goce.
Y como nos quedó el regusto de lo gustado y una afición al placer que en buena hora no nos abandona, esta Agenda finisecular de Diners Club del Ecuador, la última Agenda del Siglo XX y del Segundo Milenio, nos ofrece un catálogo de placeres surtidos, de goces variados, de aficiones y costumbres que sólo tienen un propósito: hacernos la vida placentera y grata, después de haber cumplido a rajatabla el precepto bíblico de “ganarás el pan”. El sudor y la fatiga requieren, para que sean fructíferos y merezcan la pena, el intervalo del placer gozado hasta la última gota.
Ahí van las propuestas, mes a mes. Disfrútenlas.

Las artes de la escena
Así se les llama pues requieren escenario: teatro, cine y música, aunque menos esta por cuanto se percibe sin más escenografía que el aire. Pero es más bella cuando, tras lo audible, está el conjunto de la orquesta con sus metales y sus maderas, sus cueros y timbres. Y un director que organiza los espacios de música y los espacios de silencio.
El teatro es arte de representaciones. El actor elude la realidad para mejor enunciarla en símbolos. Sobre tablado escueto o escenografía, el actor desdobla la vida en muchas vidas para que el espectador siga las eternas trascendencia o futilidad del vivir. Allí se desarrollan, como en la vida real y de modo más real que en la vida, percudida de mentira y vileza: comedia, tragedia y drama. El espectador, oficiante en la vida diaria, es allí testigo y cómplice y juez en la representación de sus heroicidades o cobardías, de su nobleza o su ruindad, en fin, de su existencia.
Arte novísimo que nace finando el siglo anterior, el cine contiene teatro y música. Uno y otra se mezclan e imbrican en secuencias y escenas para que el director y su comparsa compongan una sinfonía de acetato por la cual desfilan, también, vida y muerte.
Claro que el anonimato de actores y músicos en tiempos remotos, pasó a ser gloria y fama con la intermediación de la prensa. De modo que las artes, hoy, se construyen a la sombra de nombres ilustres que han hecho de ellas producto de consumo, a veces masivo y degradado, pero siempre sublime: Sara Bernhardt, Carusso, Chaplin, Callas, Brigitte, Marilyn, Pavaroti, Karajan, en fin, famas y glorias que perenniza el talento y guarda el recuerdo a la par que la historia.

De la gaya mantenencia
A ella referíase el Arcipreste en el Libro del buen amor, manual que con El arte de amar, de Ovidio, deberían ser de consulta obligada y aplicación perentoria ahora que entramos en un milenio de paz. Adentro al menos…
Pues una cosa es alimentarse, como lo aconsejaría cualquier nutricionista para que el sujeto no decaiga y recupere el vigor perdido, aunque con ganancia, en la jornada de trabajo, y otra muy distinta Comer. Así, con mayúscula, porque aquí no se trata del estómago sino del sentido del gusto, más exigente porque linda con el placer. Y de eso se trata: del placer de comer. Ese que se degusta más sin demasiada hambre. Porque, ya lo dice el viejo y sabio aforismo: "A buena hambre no hay mal pan". Y eso es distinto.
El hambre, no el apetito, invita al deber de alimentarse. El apetito, no el hambre, invita al gusto de comer. La primera no interesa aquí. Sí el segundo, motivo de esta entrada, para decirlo en términos gastronómicos.
El primero de los placeres es el buen comer. Los otros le siguen. A cierta distancia para que logren -todos- su esplendidez. Excepto el de la siesta, adorable costumbre tan nuestra, tan hispana, obligado continuum. Y digo hispana aunque no sea un invento de Hispania. Pertenece al instinto de la especie, perdido cuando fuimos despedidos del paraíso y obligados -no me atrevo a decir condenados- a trabajar. Pero los hijos de Hispania, cultos, no sólo civilizados, le dieron status, que dicen. Para que el placer sea doble.
Pero, ¿y qué comer para que el placer sea grande? Respuesta: lo que nos guste. No se trata de que compitan trufas con mortadela o caviar con huevo frito o escargots con empanadas de verde. No. Se trata de saborear y gustar lo que se come. Mejor si en buena compañía, que es parte del placer de comer. ¿Recuerdan Tom Jones, esa deliciosa cinta de los setentas, cuando Albert Finley y su amada comían -comiéndose- un pollo frito? Pues, por ahí es la cosa. Claro que si es sushi con sake o caviar con galleticas inglesas o salmón ahumado ligeramente crudo…
En fin, vean las fotos. E inspírense…

Una trampa deliciosa
Algo tienen en común dos rosas, una rama de sándalo, una ballena gris, un árbol de cedro, tres ramos de jacintos, un venado, dos gatos de algalia y una cosecha de limones. De ellos se extraen los aceites que originan los perfumes. Esa nota sutil que se queda en el recuerdo cuando pasa una mujer o, como es usual, se va, podría provenir de las glándulas perineales de un gato etíope, del intestino de una ballena jorobada o de la cosecha de jazmines que recoge una campesina turca.
Sin embargo de tan pedestre origen, el perfume ha hecho cambiar el curso de la historia. Judit no hubiera engatusado a Holofernes para dejarle un punzón de oro en el cerebro, si no hubiera estado su túnica impregnada de sándalo. Y Cleopatra, sabedora de sus escasos poderes políticos y sus muchos recursos amatorios, recibió a Marco Antonio envuelta en nube de incienso, reclinada en la cubierta de una barcaza con las velas impregnadas de perfume.
El perfume ha sido siempre ofrenda o trampa. El incienso logró que los dioses fuesen propicios; y al observar que una nube olorosa era premiada con la indulgencia, la mujer, intuitiva y sabia, vio en ello refuerzo a sus armas. Y así nos va.
Pero entre el almizcle, la esencia sintética, las flores de albahaca y el frasco que envuelve la fragancia que nos pone a soñar o a recordar, hay un proceso industrial en el que intervienen sembradores, recolectores, cazadores, químicos, olfateadores, perfumistas, empresarios, diseñadores y hasta la bella señorita que en una boutique destapa frascos hasta cuando la cliente decide cuál es el aroma que hará que dos certeras gotas detrás de las orejas, logren escondidos e inconfesables propósitos.
Marilyn dormía con dos gotas de Chanel en el cuello. Por ello, pocas veces dormía sola. Y dice la historia que Napoleón ocultaba el hedor de las batallas -sangre, sudor y algo más-, mediante un frasco de agua de colonia escondido en su bota de guerrero. Y dice también que, tres días antes de regresar a Versalles, enviaba un emisario a pedirle a Josefina que no se bañara… pero que se perfumara. Después vino Waterloo y el exilio de Santa Helena pero eso no fue a causa del perfume. Ni de Josefina.
En fin, que si la dama en cuestión empieza a oler a Cuero de Rusia, a Charlie o a Opium, preocúpese. Algo está tramando…

Para el antes y el después
Cuando un periodista le preguntó a Jeanne Moreau cuáles eran las tres cosas que más le gustaban, ella respondió precisa: “Un whisky antes y un cigarrillo después”. Parafraseando a la actriz, diríamos que las tres mejores cosas que hay en la vida son: Un cafecito antes y un puro después.
Café y tabaco engrosaron la corta lista de gozares que nos ha sido dado saborear para que resistamos amplio inventario de sufrires. ¿Qué mejor que un café para asentar nostalgias, recuperar el vigor o soñar despierto? ¿Habrá algo mejor que un puro de Cohiba, un habano de Robaina o un estilizado Davidoff para enmarcar en volutas de humo una tarde de lluvia? Para ello hay que ser románticos tirando a cursis como el suscrito, o poseer una buena dosis de buen gusto en la chequera, que es por donde el buen gusto funciona. Para ambos placeres hay condiciones ineludibles. El café ha de ser  negro como el diablo, caliente como el infierno y amargo como la desilusión. Y no ha de ser sintético ni dulce ni mezclado, a no ser con un chorrito de cognac pues que cualquier otro menjurje lo envilece.
El tabaco exige también su ritual. Guardado en caja humidificadora, no ha de dejarse al arbitrio del clima ni del aire. Su prosapia pide oscuridad y buen ambiente. No debe ser blando ni duro. El humo debe circular, no atropellar ni escasear. Y para que se logre el milagro, el origen ha de ser noble y culto. En las tabaquerías hay alguien encargado de leer en voz alta y con clara dicción, buena literatura. Por eso entre sus hojas anida la poesía.
Originario de Abisinia, el café tiene raíces en el mito y la casualidad. Dicen que Alá lo entregó a Mahoma para consolarlo. Otros postulan el azar: Un pastor abisinio observó que sus cabras se excitaban al comer ciertas bayas. Cosechó algunas, las llevó al convento y allí el Prior hizo un brebaje que quitaba el sueño y acrecía la lucidez. La infusión pasó a ser bebida obligada antes de rezar. Después sería preludio de actividades más entretenidas.
Y ahora sí, café, un puro y ella.
O él…

El libro
La televisión casi ha logrado arrinconarlo. La generación de fin de milenio lo tiene en menos, apegada a la “caja tonta”. Pero él se resiste a morir y pelea con todas las letras. Pues aunque ya no podamos prescindir de la omnipresente imagen visual -no es redundancia, aunque parezca-, un buen libro es el summun del placer solitario. Placer asociado a otros: vino con cuerpo, cognac con solera, un puro, café caliente, no hirviente pues los cien grados lo asesinan.
Pero un buen libro -una buena lectura cualquiera sea su forma-, debe merecer a su lector. Y para ello debe estar bien escrito. No solo con talento, imaginación y creatividad, sino con respeto por el idioma en que se construya. Para usar un símil religioso, la lectura es la misa ritual del idioma. Y éste, columna vertebral de la identidad. Somos lo que hablamos y lo que escribimos. “Estamos hechos de palabras”, decía Octavio Paz. La palabra nos identifica y nos construye. Seríamos otros si estas frases estuvieran en un idioma distinto al español.
El placer de leer está ligado al respeto con que la página haya sido escrita. Un buen café no puede estar hervido ni un buen vino agrio ni un puro desprolijo. Y un buen párrafo no puede ser desmañado. En esos casos el placer se arruina. Prevalece a veces, ingratas veces, el deber de informarse, como el de aplacar la sed con agua pura y sola, que es la impureza líquida… Eso puede ser deber u obligación, jamás gozo.
De ahí que en la historia de las letras, como en los recuerdos que suscribe el placer, sólo queden las páginas inmortales en las que el idioma fue herramienta ennoblecida, no arma agresora ni aparejo envilecedor. El placer verdadero sólo anida en nido noble aunque sea sencillo camastro.

Algo más que adornar
El diccionario es mezquino en acepciones, corto en significados. Decorar es más que adornar. Hasta puede no serlo porque, a veces, un adorno en lugar de decorar desdora y agrede. Es que detrás han de estar el buen gusto, la elegancia. También los denarios aunque el buen gusto no es asunto sólo de dinero sino de ese algo más que tan poco abunda. Charme, que diría una sofisticada amiga francesa.
Algunas edades han sido más afectas que otras a la decoración. Los egipcios, sabedores del secreto del estilo; las dinastías chinas y su milenaria cultura; ciertos emperadores japoneses; los Luises de esa Francia que tanto sabe de elegancias y sofistiques; quizás algunos momentos del imperio inglés o del español, en fin. Poco en América, tan joven ella y tan sin galanura todavía.
Pero la decoración, el arte de embellecer un espacio para que a la confortabilidad se unan distinción y proporciones, comporta otros placeres aledaños: buscar y rebuscar por tiendas de anticuarios, plazas de pueblo, mansiones abandonadas o el ático de los abuelos, ese mueble ennoblecido por el tiempo, esa lámpara percudida de mohos que oscurecen la belleza de sus líneas, aquél espejo de cristal de roca y marco primoroso, tal bargueño que esconde secretos en sus recónditas oquedades, el artilugio inútil cuyo uso no se sabe bien pero cuya presencia complementa una repisa o un rincón. En fin, el arte de coleccionar objetos bellos para que la vida sea tan agradable a la vista como a los demás sentidos.

Potencia, velocidad, placer
Hay mitos y hay manías. El mito es, para lo que compete, una “tradición alegórica que tiene como base un hecho real”. La manía es, entre otras cosas poco recomendables, obsesión por una idea fija. Si juntamos las dos y nos alejamos del diccionario, tenemos que la mitomanía es, también, la obsesión por alguna tradición alegórica. Pero, ¿qué tiene que ver todo este asunto con el mes de julio? Pues que en este mes tenemos un mito y una manía juntos. Veamos.
En 1903 los hermanos Wright volaron más de mil metros en un aparato más pesado que el aire, contradiciendo a su tío, obispo protestante, quien había sentenciado que “volar es imposible pues Dios lo ha reservado para las aves”. Ese mismo año Henry Ford lanzaba su modelo A, sucesor del primero de la familia en serie, el modelo T. Al mismo tiempo, dos hermanos y un amigo vagonetas, le pusieron motor a una bicicleta porque les daba pereza pedalear. Eso comprueba que una buena dosis de pereza unida al talento, producen más que el sudor sin imaginación. El ocio es creativo cuando detrás hay algo más que la rutina de la eficiencia: ingenio.
Con su bicicleta motorizada, William S. Harley y los hermanos Walter y Arthur Davidson, crearon un mito que ahora tiene 96 años y que el año pasado congregó en Milwaukee, Wisconsin, patio de origen y cuartel general de Harley-Davidson, a más de 100.000 motociclistas de Estados Unidos, que se dieron cita allí para el 95° cumpleaños de la motocicleta más publicitada, más querida y más odiada del mundo.
Si usted oye el sonido de un motor que ruge y tose a la vez, y ve a un tipo de cabellos largos, gafas oscuras, pañuelo de colores a modo de vincha, chompa de cuero, botas idem y jean roto y desteñido, he ahí una Harley y a un maníaco casi inofensivo. Casi porque a veces son peligrosos. Recuerde los filmes de motociclistas y, sobre todo, a Peter Fonda en Easy Rider. Así que, cuídese. O compre una y adhiérase el Club de fans más grande del mundo: La Harleymanía.
Pasando a las cuatro ruedas, el escudo redondo con dos símbolos milaneses, la cruz roja y la serpiente, no es todavía un mito, aunque nació en 1906. Pero sí es ya una “forma” de vivir. Es el Alfa Romeo y su historia pasa por dos guerras mundiales, varias crisis, un par de fusiones y un estilo y un diseño inconfundibles (hay uno, deportivo, de Pininfarina, que es como para espanto y brinco).
Conducir uno es sentir que la velocidad y la potencia son el único camino del placer de manejar. Una curva en un Alfa a más de 150 por hora, es la gloria.

El Arte, ¿sirve para algo?
Hay un vocablo proscrito en arte: decorativo. Se supone que el arte verdadero no es decorativo. Sin embargo, si un cuadro o una escultura de quien quiera que sea se cuelga en la pared o se ubica en un rincón de la casa, se hace exactamente eso: decorar un espacio de la vivienda. Y mientras más famoso el artista, más misterioso el posible significado de la obra, más insondables las motivaciones intelectuales, humanas o estéticas de su hacedor, o mientras más costosa sea, mejor cumple su papel.
Supongamos un Da Vinci, un Van Gogh, un Egas, un Rendón o un Kingman. Y que su valor como obra de arte sea reconocido por quienes lo observen. Pues bien, tenerlo en algún espacio de la casa nos da, sin lugar a dudas, goce estético evidente. Entonces, lo que hacemos es, justamente, poner un elemento decorativo. Valioso, quizás, artística, filosófica, sociológica y hasta políticamente, pero decorativo en suma. Y no hay que avergonzarse por ello ni pretender que lo decorativo no interesa y que el significado de la obra es lo único importante.
Eludiendo intelectualeces, una obra de arte es, en primerísimo lugar, un objeto estético que proporciona placer a quien lo posee u observa. Tanto que, como la belleza es subjetiva, la misma obra no produce idéntico placer a dos personas. Y posiblemente a alguien pueden no agradarle algunas inmortales. Particularmente, La Gioconda, por ejemplo, me produce tanto aburrimiento como una Marina de Turner, aunque confesarlo sea blasfemia. No viajaría a París o a Londres por ellas, aunque sí lo haría por algún impresionista, por una geometría de Klee o Vasarely o un exabrupto de Bacon, o a Madrid por una brujería de Goya o un famélico Cristo de El Greco. De modo que, siguiendo a Santo Tomás, aceptemos que “bello es lo que visto agrada”.

Lo bello de lo inútil
La máquina de escribir primero, la computadora luego, la hicieron pasar al rincón de los recuerdos gratos en el desván de los objetos inútiles y bellos. Es la pluma estilográfica. Con ella aprendieron a escribir los abuelos, y hoy queda apenas en manos de unos cuantos nostálgicos que se empeñan en estampar con ella la rúbrica.
Es uno de los más bellos objetos que se hayan inventado. Elegante en su diseño, puede ser también valiosa por sus componentes, oro o platino, así como delicada pieza de precisa orfebrería. La tinta, en una estilográfica de calidad, fluye sin pausas ni derrames para que el rasgo sea certero y fino. Y como exige delicadeza y pulso firme a la vez, los viejos solían tener una bella letra. Su uso imponía algo que ya está en desuso: buena caligrafía. Hasta un manual con exigentes leyes había para que la letra estuviese a la altura del adminículo que la trazaba.
Tuvo antecedentes avícolas y de ahí su nombre. Las plumas de ganso, dicen, que tan viejo no soy, eran las mejores pues su trazo era nítido. Luego vinieron las de metal, ensambladas en un mango de madera que después descendió a la ordinariez del plástico. Pero estos “empates”, que así se llamaban en las épocas remotas de mi niñez, servían para las letras iniciales de la primaria. Pues en bachillerato se ascendía -literalmente- a la pluma fuente estilográfica.
Varias marcas hay, en función del bolsillo. Esterbrook, Sheaffer, Waterman, Mont Blanc, entre muchas. Y la clásica. La pluma fuente de verdad: la Parker en sus variados modelos, de entre los cuales el inmortal es la Parker 51. Ninguna le aventaja aunque algunas la igualen.
No hace mucho, el distribuidor local de Parker tuvo el gesto elegante de obsequiarle al Presidente de la República, la pluma fuente con que firmaría el Tratado de Paz. Ambos quedaron ennoblecidos: el objeto y el tratado. Un acuerdo de paz y una carta de amor, sólo pueden ser escritos y rubricados con pluma fuente. Con bolígrafo sería desmerecerlos.

Las joyas
La tierra oculta un alma de metal o de roca que el tiempo construye con lenta sabiduría y el ingenio humano trabaja en paciencioso ejercicio de orfebre, para que luzca resplandeciente en un cuello besable, en una mano amada, sobre el tejido que cubre un pecho dador de promesas incumplidas. Son las joyas.
Puede ser un anillo donde los diamantes aseguren fidelidades rompibles, un collar cuyas perlas sean capaces de suscitar discreción y propiciar una hermosa página literaria, un broche que cierre sin obturar el camino de la dicha, o un adminículo donde el tiempo deshaga uno a uno los instantes. Las joyas han estado siempre unidas a la trayectoria del ser humano. Y siempre han sido objeto lúdico de elegancia sin par, aunque a veces la historia escriba páginas de muerte con sus fulgores y sus aristas. Lucrecia vertía en la copa que señalaba su capricho, el veneno oculto en su anillo de intrigas.
Son también eternas. El broche en forma de sagrado escarabajo de oro y lapislázuli que Nefertari ordenó construir a sus orfebres, a quienes luego hizo asesinar para que no pudiesen repetir tan hermoso trabajo, inició su periplo en tiempos de Ramsés II y aún trasiega días y páginas en una hermosa novela de Manuel Mujica Laínez…
Verlas produce envidia o deseo; poseerlas entraña seguridad; lucirlas comporta placer insuperable. Sin embargo, no siempre lucen bien. Las joyas van con la mujer. Están hechas la una para las otras y éstas para ella. El hombre enjoyado más parece vitrina de baratijas que otra cosa. En ella lucen, en él decoran. Quizás sea prejuicio sin razón pero una mano masculina que exhiba excesivo o artificioso anillo, produce desconfianza. Y un pecho hirsuto atiborrado de cadenas, alamares o condecoraciones, no debe de albergar bajo una piel nada confiable. Bebería sin pensarlo dos veces la copa de Lucrecia, pero no tomaría sin precauciones una enjoyada mano masculina, hecha más para el arma de guerra o el apero de labranza que para la delicada y sutil caricia de una joya.
Sí, la joya y la mujer se complementan: son una.

Sudar es un placer
Claro que Mario Vargas Llosa, en su “Diatriba contra el deportista” de Los Cuadernos de don Rigoberto, denuesta de cualquier actividad física que vaya más allá del ajedrez o el dominó. Pero ya sabemos que don Mario exagera a menudo. Él mismo tiene una atlética pinta de deportista que no esconden las canas coquetas ni el traje inglés. Debe de hacer aeróbicos a escondidas.
El deporte es más bello mientras más riesgoso. Nada que no lleve implícito el peligro vale la pena. Por eso la vida -que es un deporte- es bella, y por eso es interesante el amor, en cuya práctica suele dejarse la vida o, al menos, un retazo grande de ella. Pero hay otros deportes que, de alguna manera, llevan el espíritu y el ánimo a las regiones riesgosas que oscilan al filo de la navaja.
Hay placer y hay belleza en el risco resbaladizo y en la grieta escondida en la nieve, por donde pueda irse el pie para no regresar; los hay en el viento que riza y encrespa la ola y empuja la vela en la regata; los hay en la embestida del burel que busca el trapo y, a veces, misterios de la genética, equivoca el envite y encuentra el cuerpo del matador; los hay en la magnífica ingeniería del bólido lanzado a trescientos kilómetros por hora en pos de una copa de plata, y los hay, también, en el fondo del abismo a donde llega el buceador empecinado en, apenas, mirar un paisaje inédito.
Claro, también hay deportes bellos que no entrañan riesgo, salvo que un golpe de viento desvíe la pelota y ésta acierte en el ojo de un espectador; o que un mal cálculo geométrico haga errar la carambola. Difícilmente el golf y el billar podrían ofrecer riesgo distinto al de que el jugador haga hoyo en uno y le toque pagar la ronda de tragos en el bar, o, peor aún, que su perfomance de la tarde esté diez o doce golpes por encima del par; o que la carambola errada le cueste una apuesta con varios ceros a la derecha. Son los riesgos del orgullo que, por supuesto, entibian más a la hora del éxito y duelen mucho más al momento de la derrota. Pero el deportista tiene un código, cuando lo es de verdad: no importa tanto la victoria cuanto la competencia. Con lo cual volvemos al deporte rey, el amor, que también allí la mejor batalla es la que se puede perder.

Placer de dioses...
Baco, sabio y salaz, lo ennobleció al mezclarlo con la poesía, en unión carnal cuyos frutos aún penden del árbol de la vida. Jesús, taumaturgo, lo entregó a la humanidad desde el agua canaanita y la copa sangrante de su despedida. Noé, náufrago, lo utilizó para celebrar su regreso. Está cerca de la santidad y del pecado. Se une a la risa y al llanto. Ayuda a bajar el manjar sofisticado y el pan áspero, pues que acompaña al festín y al mendrugo sin envanecerse ni desmerecer.
Es el vino. Desde los remotos inicios de la especie, una buena copa -es un decir, quizás era un medio mate de calabaza o el cuenco de una hoja- servía para aliviar la fatiga de un día de caza o de combate, o para, después del otro combate, el del amor, reponer la libido y revivir el ardor.
Fue, por cierto, base y cimiento para los caldos embriagantes que vendrían después, cuando algún cavernícola olvidó por varios días cualquier menjurje cuya fermentación le supo a gloria. Papa, maíz, arroz, frutas, algún tubérculo o raíz, sabia o azarosamente fermentados, originaron los bebestibles que vienen haciendo de la civilización, cultura.
Le decantación máxima del vino, a partir de uvas seleccionadas, envejecido en barriles de roble, produce el licor de más solera, cuerpo y sabor: el cognac de Galia, el brandy de Hispania.

Ambos, vino y cognac, acompañan otros placeres: el de la conversación, el del amor, el de la soledad. Una copa de Remy Martin o de Felipe II, un poema de Kavafis y un sillón mullido frente a un cuadro que diga más de lo que muestre o de una ventana con atardecer, son placer incomparable. Que, por supuesto, sólo se disfruta de verdad cuando la urgencia y la precipitud han cedido espacio a la calma y al sosiego.


domingo, 25 de mayo de 2014

Explicación a unos cortes

Con respecto a mi artículo de hoy en el diario HOY, al que se le hicieron cortes inconsultos, he recibido la siguiente explicación de la Editora Cecilia Velasco, que comparto, a petición de la Editora, con mi comentario al respecto.



Esimado Omar:

Soy Cecilia Velasco. Hice un gran esfuerzo por editar tu artìculo respetando el contenido del mismo, porque simplemente no cabìa en el espacio asignado.  Entendìa que para ti, por lo que he leìdo, era importante mantener la "coletilla", y por eso me esforcè por editar otros pàrrafos para no tener que cortar el final del artìculo.. El nùmero de caracteres excedía el espacio asignado. Eliminé una sola vez una djetivo, "corrupto", cuando ya estaba criminal respecto de Uribe, e hice cambios cuidadosos para, insisto, hacer que el artìculo calzara en el espacio asignando. Lo que asumo como un error mío fue no haberme eforzado por ubicarte y pedirte que editaras tu texto. Por eso, me disculpo, y te pido tener cuidado para que en pròximos artìculos te ajustes al nùmero de caracteres solicitados por el Diario.
Te pido que publiques tambièn esta aclaraciòn en tu Blog.
Atentos saludos,

Cecilia Velasco.



Estimados amigos:

El articulo tiene 3 587 caracteres con espacios, cifra que es la usual en mis textos, aproximadamente. Nunca sobrepasa los 3.600 que, de lo que he sabido, es el límite máximo.

Por otra parte, lo envié muy temprano el viernes, a las 11 y 48, de modo que había tiempo para alguna corrección o corte, que hubiera hecho con gusto como otras veces. Y no salí de casa de modo que cualquier consulta hubiera sido posible sin problema. Me molestó más la falta de consulta que los cortes, excepto dos que comprometen el mensaje. En todo caso y en mi opinión, "corrupto" y "criminal" dedicados al ex presidente Uribe, no se eliminan ni se acumulan: se complementan. 

Te agradecería, Cecilia, me consultes sobre cualquier cambio. Siempre estoy dispuesto a ello. Y, como dije y repito, estaba el texto dentro de los límites de caracteres que me han asignado.

Publicaré en mi blog tu respuesta y mi comentario. 

Gracias por la explicación y un saludo para todos,

Omar.


La guerra, la paz y…

La guerra, la paz y…
         Lo que ocurra hoy en las elecciones en Colombia será simple, grave, resignado o esperanzador. Pero también es preocupante que la suerte de la nación la decida poco más de la tercera parte de sus hijos. Treinta y tres millones de ciudadanos habilitados para votar, de los cuales 13 y medio millones en un país en que el voto es libre, voluntario y abstencionista en un 60%, decidirán la suerte de 45 millones. Veamos por quien votar…
         Juan Manuel Santos y Germán Vargas Lleras de la Unidad Nacional, cercana al liberalismo pero sin escrúpulos para alianzas contra natura. Son lo más tradicional de la clase política. Ambos con antepasados presidentes, ambos de la oligarquía bogotana que con pocas excepciones ha gobernado el país desde la Independencia, al menos representan la continuidad del Proceso de paz… mientras convenga a sus intereses de clase.
         Enrique Peñalosa e Isabel Segovia. La clase política media alta que no ha tenido presidentes pero sí ministros, alcaldes (el candidato lo fue de Bogotá hace poco), embajadores, etc., pero que aspira a tenerlos. Será continuista en el tema de la paz. Y en el manejo político del país, porque así lo mandan sus orígenes sociales y burocráticos. Herederos del Partido Verde untado de ecología a través de los jóvenes, no han sido lejanos al ex presidente Uribe y todo lo que este representa de corrupto y criminal en la historia reciente. De verdes no tienen ni el símbolo, un girasol amarillo.
         Marta Lucía Ramírez y Camilo Gómez. Ambos de la godarria más cavernícola del país, representan la ultra derecha antiaborto en cualquier caso, anti matrimonio igualitario, anti todo lo que sea modernización del Estado. Sería el regreso a las épocas de Ospina Pérez y Laureano Gómez, camuflado en sonrisa falsa y verborrea incontenible. Es la alianza con Uribe para trabar la Paz y mantener la Guerra que les resulta productiva. De miedo.
         Oscar Iván Zuluaga y Carlos Holmes Trujillo, de Caldas y Valle, es la clase política provinciana, siempre a la sombra de la oligarquía bogotana pero hoy representando a lo más tenebroso del uribismo vinculado con terratenientes y paramilitares, causantes de la concentración de tierras y la muerte y el desplazamiento de campesinos. Sería lo peor entre todo lo malo que pudiera ocurrir, porque es el regreso, marionetas mediante, de chuzadas y espionaje a los adversarios, entrega de puestos públicos a los amigos, negociados de hijos y parientes, falsos positivos… y guerra. De terror.
         Clara López y Aída Abella. De la izquierda del Partido Liberal y orígenes mezcla de política y arte, Clara López tiene el discurso más lúcido de todos los candidatos acerca de cómo gobernar la ingobernable Colombia, y distancias insalvables con la corrupción uribista y el continuismo lopista. Más cerca de Lula  y Dilma que de Bachelet o Mujica, el dúo femenino López/Abella es lo más lógico, racional y ético de la política colombiana. Y sería, por primera vez en la historia machista, derechista y camandulera de Colombia, el primer gobierno progresista, cercano a los intereses de las marginadas y asesinadas mayorías de la población. Sólo que para esas mayorías la izquierda huele a pecado, lo que desde el púlpito pregona siempre un clero más cercano a Miguel Ángel Builes y Juan Pablo II que a Camilo Torres y Francisco.

         Coletilla: Colombia decide hoy no sólo entre la guerra y la paz sino entre la dignidad y la ignominia. Sus votantes asumen el futuro con ética, realismo político y humanismo, o hunden al país en la violencia y la degradación. Elijan.