domingo, 11 de mayo de 2014

Gabo, el cuñado y la bella dama

Gabo, el Cuñado y la dama

         Escribí este texto el jueves de Semana Santa, 17 de abril.

Ha muerto hoy, el mismo día en que se fue Cheo Feliciano a bordo de su auto, Gabriel García Márquez a bordo de la vida. Y ninguno de ellos en la Nave del Olvido sino en el tren de los recuerdos. Quiero pensar que los dos viajarán juntos hacia las estrellas, para integrarse de nuevo al insondable Cosmos. Para volver a los orígenes. Al polvo primigenio. Y que se irán lado a lado, uno hilvanando anécdotas pasadas por el tamiz de su abuela, otro poniendo notas a las palabras, los dos entonando la canción definitiva. La última tonada, el último son con acordes de salsa, cumbia y vallenato…

         Por colombiano, por metido en letras y textos y páginas, una revista cultural, la única en el país que merezca tal nombre en un diario, me pidió un texto sobre GGM. Lo envié, no sé si lo publicaron, pero decidí incluirlo también en la Edición 41 de EL BÚHO, que hoy presentamos aquí en este homenaje al gran escritor. El texto, este que leo, era un reto a la vanidad pero también a la prudencia. Un texto sobre GGM es un riesgo grande. De modo que me miré por dentro y traté de ver qué podía escribir. Analizar una obra tan inmensa y tan llena de variantes, tan fácil de leer pero tan ardua de desentrañar, tan comprometida con su medio, con su patria, con la humanidad, con el autor mismo, estaba más allá de mi atrevimiento.

         ¿Qué hacer? La leniniana pregunta sólo temía una respuesta: Lo escribí en homenaje al más grande escritor de la lengua que haya producido Colombia. Uno de los vértices que un día, en un lejano programa de radio que tuve y que fue cancelado por “demasiado cultural”, me atreví a sugerir el triángulo equilátero y excelso del idioma: arriba don Miguel de la Mancha; abajo a la derecha Jorge Luis Borges, el sabio ciego de las bibliotecas infinitas; abajo a la izquierda Gabriel García Márquez y sus mariposas amarillas sobrevolando como un lampo de luz la oscura historia de Colombia. Y entonces decidí que acudiría a mis recuerdos.

         No fui amigo de Gabo, pero ya entenderán por qué me tomo el atrevimiento de llamarlo así. Sí fui o soy amigo de algunos de sus amigos. Incluso de su pariente político Eduardo Barcha, hermano de Mercedes, La Gaba. Compartimos espacios en las páginas Editoriales del Diario El Pueblo, de Cali, el periódico que en los años setenta del siglo anterior se atrevió a fundar, como espacio liberal en un medio monopolizado por dos diarios conservadores, un empresario audaz. Uno que creía, como creía Gabo, que la palabra impresa algo podía hacer para cambiar una realidad violenta y feroz como era la realidad colombiana de entonces, de ahora y desde siempre.

Y como las cosas se hacen bien o no se hacen, y el diario, que pretendía ser político y liberal e independiente, consiguió que fuera dirigido por uno de los pocos políticos honestos que entonces había, y codirigido por uno de los más importantes y talentosos periodistas de mi país. Marino Rengifo Salcedo, el primero; Daniel Samper Pizano, el segundo. Daniel tuvo el acierto de rodearse de algunos jóvenes talentos que ya emergían en el periodismo colombiano de mi Provincia, el Valle del Cauca: Fernán Martínez Mahecha, años después asesor de imagen de Julio Iglesias; Henry Holguín, apasionado reportero de crónica judicial cuyas investigaciones y artículos le ganaron un atentado a bala del que sobrevivió porque no era su día, pero que lo envió a un exitoso exilio en Ecuador, donde murió hace poco.

No conforme aún, Daniel importó de Bogotá dos maestros cuajados en las lides periodísticas y culturales: Eduardo Barcha y Fernando Garavito, y con ellos, vinculada al suplemento cultural que ideó y construyó el poeta Garavito, Extravagario, nombre nerudiano, su esposa de entonces la poeta María Mercedes Carranza. Con tal equipo se creó a lo grande un experimento periodístico que alcanzó a durar algunos años, quizá cinco o seis, y le pudo rasguñar a los dos diarios godos algo de la supremacía editorial que ejercían en detrimento de la pluralidad informativa. Al segundo año de ese intento, llegué el diario en calidad de Articulista y Asistente del Director. Marino Rengifo me había ofrecido el cargo a partir de una carta que le envié… y que le gustó. Estuve allí un par de años, hasta cuando otros avatares me sacaron de Colombia y me llevaron a la Venezuela de Carlos Andrés Pérez y, luego, al Ecuador de La última Junta Militar.

En esos dos años hice amistad con Eduardo Barcha, el gran cuñado. Lo llamaba así porque ser cuñado de Gabriel García Márquez, debía ser, creo yo, cosa seria. Eduardo corría el riesgo de que medio mundo le pidiera una cita, un autógrafo del escritor, en fin, porque para algo se es cuñado de una celebridad. Gabo ya era, a 8 años de la publicación de su obra más conocida, Cien años de Soledad, un grande de las letras hispanas.

Así que, en algunas ocasiones, con Eduardo solía charlar de Gabo y su familia, de las leyendas aracateñas que eran la materia prima del escritor, de su avasalladora simpatía, de su gran sentido del humor, de su informalidad sin poses, huérfana de solemnidades, de su atrabiliaria manera de vestir (por sus camisas multicolores casi siempre chillonas, los choferes de la costa caribe colombiana, irreverentes como buenos caribeños, lo llamaban “Trapo Loco”), de su amistad ya conocida y criticada en ciertos medios con Fidel Castro, alarde de lealtad humana pocas  veces vista, en fin. Y poco a poco se iba perfilando un hombre a quien no conocía en persona, pero al que me habían acercado las charlas con el Gran Cuñado y la lectura de sus cuentos, crónicas, reportajes y novelas. Desde el primer cuento, La Tercera Resignación, y la primera novela, La Hojarasca.

De cuando en cuando, alguna conversación con Daniel Samper, su amigo personal, incrementaba mis recuerdos del gran escritor, así como un que otro cruce de palabras con Fernando Garavito o con su esposa la poeta María Mercedes, también amigos de la familia “Gaba”.

Mi segundo recuerdo indirecto de GGM, es más cercano. En el viejo Pobre Diablo, ese de la coquetona casa de familia de la Santa María, convertida en bar acogedor de bohemios, artistas, escritores, intelectuales o simples charlones, una noche esperaba a un amigo con quien había quedado en conversar sobre un proyecto, charla en la que participaría una dama para mí desconocida pero de un nombre tan hermoso que presagiaba una propietaria de salto y brinco. A eso de las nueve de la noche, más o menos, la puerta del Pobre Diablo se iluminó con la figura de una bella mujer que preguntaba por mi amigo. Supuse que era la dama en cuestión y le dije (creo que tartamudeando un poco): “No ha llegado pero yo soy Omar y también lo espero. Tú eres NN?, pregunté. Sí, soy yo, contestó con una voz de timbres parecidos a los de su nombre. Y empezamos a charlar mientras aparecía el tercero en el asunto. No recuerdo si llegó. La memoria de esa noche se llenó con la dama del cuento.

Tiempo después, en charlas no tan asiduas como hubiera querido, supe de su amistad con Gabo y su esposa, en razón de su relación con alguien cercano al escritor. Y poco a poco la imagen que me había quedado de la vieja amistad con el Gran Cuñado, se fue enriqueciendo con los comentarios, anécdotas y recuerdos con que ella fue adobando la imagen lejana de GGM, y actualizándola. Pero aún faltaban algunas confidencias.

Y una tarde, ocupado leyendo alguna cosa importante o intrascendente que ya no recuerdo, unos golpes en la puerta de mi solitario departamento de La Floresta, me levantaron del sillón. No esperaba a nadie. Así que cuando abrí y vi en el marco de la puerta la figura bella y elegante de la dama de este recuerdo, me sorprendí. Andaba por las cercanías y recordó en dónde yo le había dicho que vivía, y decidió visitarme.

Pocos minutos después de haberle ofrecido algo, el tema Gabo salió a colación. Y entonces me empezó a contar algunos de sus recuerdos de su amistad con el escritor, su esposa y su familia, de sus charlas con ellos en Cartagena o en Cuba o en México en donde coincidían de vez en cuando, en fin, de su relación cercana con el Clan Gabo. Y la imagen del escritor leído y releído pero no conocido en persona, se fue edificando con sus frases de admiración, simpatía y afecto, y mi idea, hasta entonces algo personal pero sobre todo literaria del Escritor, se fue agrandando.

No era sólo el gran escritor y el buen amigo sino un hombre consecuente con sus ideas, amigo de sus amigos, cómplice y confidente de dramas personales o de inquietudes políticas, en fin. Un hombre cuyo prestigio y talento no lo ensoberbecían sino que lo agrandaban para sus amigos, para Colombia y para la historia literaria y política del Continente.


Esa tarde se fue desgranando de a poco, mientras el testimonio personal de la dama me hacía querer y respetar más al ser humano que fue Gabriel García Márquez. No recuerdo otra noche más bella ni más memorable en mi vida. Gracias por ello, a la bella dama.

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