¿Será santo el Santo?
En principio a una persona alejada de toda creencia y práctica religiosa, no debería importarle lo que ocurra en los espacios de una Institución milenaria como la Iglesia Católica, desde siempre y “por voluntad divina” más allá de toda crítica humana, falible, mundanal. Es Ella, según artículos 811 y 812 del Catecismo, "… la única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica". De manera que alguien voluntaria y libremente declarado ateo, es decir, merecedor de la condenación eterna según el Evangelio de Marcos: "Id por el mundo y predicad la buena nueva a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que no crea, será condenado." (Mc. 16, 15-16), no debería meterse en sus recónditos y sagrados meandros. Pero hay razones para ello. Humanas, claro.
Y una de esas razones, la que motiva esta reflexión, es que Institución tan trascendental para la historia de la Cultura, principalmente la Occidental sin desconocer que sus tentáculos catequizadores han llegado hasta los últimos confines del planeta no sólo por lo que dice Marcos en la cita mencionada arriba, sino por los efectos multiplicadores que tuvo la Conquista Ibérica de esos confines, tiene una gran incidencia en el comportamiento de pueblos, estados y gobiernos. ¿Acaso no son, para poner un ejemplo, Colombia y Ecuador dos países supuestamente laicos pero “consagrados” al Sagrado Corazón de Jesús o a la Virgen Dolorosa, cuyos mandatarios acuden obediente y devotamente a los Te Deum que “oficializan” religiosamente lo que ya oficializó civilmente el electorado en las urnas?
De manera que cualquier cosa que se decida en el Vaticano con respecto a temas de liturgia, moral, educación, costumbres e incluso finanzas, afecta a todos en el ámbito de influencia de la Santa Madre. No se diga las palabras, acciones, gestos, rechazos o bendiciones de los papas que en la historia ha sido y son.
En ese camino, hasta hace poco la Iglesia Católica y las Fuerzas Armadas, por otras aunque no lejanas razones (¿no es obligatoria, acaso, la presencia en ellas de un Capellán?), han sido las dos instituciones por antonomasia Intocables en la historia de América Latina, so pena de pasar por irrespetuosos, herejes o lisa y llanamente malos ciudadanos enemigos de la moral y de las buenas costumbres.
Las FFAA han sido intocables para el ciudadano común y para los Medios de comunicación, por cuanto eran (¿son?) garantes de la Democracia, del Orden, de la Seguridad, y sus miembros personas de la más alta dignidad, cuyas honra y virtudes estaban más allá de toda duda y sospecha. Y, como si fuera poco, les debíamos la Libertad individual y la Independencia de nuestras naciones del Conquistador hispano. Nada menos.
Sin embargo, desde la insurgencia de las dictaduras en el Cono Sur y en Centroamérica, con sus terribles crímenes de lesa humanidad y sus abusos contra la población civil, las cosas cambiaron: ya no son intocables; son investigables. Las oprobiosas dictaduras instauradas en nuestro territorios a sangre y fuego y a costa de la Democracia Representativa cuando ella no satisfizo a las Clases Dirigentes que volvieron sus ojos al Poder Armado de las Milicias para recuperar el control algo envolatado, masacraron a la población civil para salvarnos del infierno comunista y de las garras de Fidel Castro. Centenares de miles de muertos, secuestrados, torturados y desaparecidos, para protegernos de un régimen comunista al que nadie puede acusar de ello, aunque se magnifique la existencia de presos políticos. Allí no hubo ni hay campos de concentración ni fusilados en masa como en la Rusia Stalinista, aunque haya habido procesos judiciales, penas de muerte, cárceles y presidios, y emigración hacia paraísos de oropel. Aunque sí hay, claro, un Gulag: Guantánamo…
De igual manera, la corrupción de algunos de los más altos miembros de esas FFAA cuando nos vimos “bendecidos” con la riqueza petrolera, aumentó la desconfianza de las gentes, las hizo proclives a la critica. Los miles de casos de “Falsos Positivos” en la Colombia del Ex presidente Uribe, abonaron ese terreno de desconfianza y las hizo vulnerables. Más aún, cuestionables y judicializables.
Lo mismo, con cautela y cuidado debido a que sus miembros y creyentes la consideran Divina, parecería estar ocurriendo con la Iglesia. Voces críticas, dentro y fuera de ella, se han levantado para denunciar malos manejos financieros, relaciones con las Mafias italianas, excesiva tolerancia con pecados muy humanos como la pedofilia y la pederastia. Todo ello ha logrado que ni siquiera su condición Divina impida que se la examine, en busca de purificarla de fallas humanas.
Y, ciertamente, no fue Juan Pablo II un Papa que se distinguiera por su voluntad de esclarecimiento de tales fallas, sino, al contrario, por su tolerancia con prelados reos de abuso infantil como el Padre Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, organización religiosa católica de clara estire fascista, hasta el final protegido de la Santa Sede; por su indiferencia frente a los negociados de la Banca Vaticana; por su cercanía con dictadores y déspotas como Augusto Pinochet, Rafael Videla, Ríos Mont y otros de semejante calaña; por su intransigencia frente a la Teología de la Liberación y su actitud humillante y soberbia con sacerdotes de especial afecto para las huestes católicas de América Latina, como el Arzobispo de El Salvador, Oscar Arnulfo Romero y el sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal, a quienes en lugar de bendición pública llenó de reproches y diatribas, no por apostólicas menos injustas.
Un Papa, tan alta autoridad religiosa, con características intelectuales, teológicas, filosóficas y políticas como las que tuvo Juan Pablo II, no puede entenderse que no mida el alcance de sus palabras y de sus gestos. Y en un país, hilando fino, cristiano y creyente como El Salvador, sus reproches al Arzobispo Romero es posible que hayan sido autorización quizá no premeditada pero sí necesariamente previsible e intuida, para la acción de sus asesinos un año después de la visita papal a San Salvador, y de la clara desautorización a su Ministerio por parte del Papa.
Ese gesto no irreflexivo sino meditado, pudo ser asumido por un Gobierno enemigo acérrimo del Prelado, como una especie de condescendencia a cualquier exceso. No creo, honesta pero claramente, que ahí haya habido inocencia o ingenuidad por parte de Juan Pablo II, aunque, seguramente, tampoco debió prever que sus palabras de reproche iban a ser tan artera como criminalmente utilizadas por el gobierno dictatorial de las Fuerzas Armadas.
Las palabras de Monseñor Romero unos días antes de su asesinato, fueron el detonante para el tácito e involuntario permiso de “actuar”.
“Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles... Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: "No matar". Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cesen la represión”.
Tal arenga, a un gobierno empeñado en desterrar cualquier indicio de acercamiento al socialismo o al castrismo, sería tomada como un desafío a su autoritarismo, y las palabras del papa un año antes como tácita autorización para actuar.
Así las cosas, no parece muy merecida, si nos atenemos a las definiciones que de Santo da el diccionario de la Lengua: “Perfecto y libre de toda culpa. Persona a quien la Iglesia declara tal, y manda que se le dé culto universalmente. Persona de especial virtud y ejemplo”, la entronización en los altares de una figura tan controvertida como Juan Pablo II, cuya mayor virtud no fue tanto humana cuanto política: contribuir al fin del comunismo y a la caída del Muro. Esa acción, eminentemente ideológica, bien merece una estatua en algún sitio importante de Polonia, Italia o Alemania. Pero no un lugar de santidad al lado de Juan El Bueno.
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