María Félix: “Yo he elegido a mis
hombres”
Por Omar Ospina García
La
diva por antonomasia del cine mexicano –y latinoamericano–, falleció en México
el día de su cumpleaños. El recuerdo de su vida nos da la idea de una mujer de
belleza imponente, dueña de un férreo carácter que definió su propia vida… y la
de muchos otros.
Como casi todo lo que hizo en su larga
vida, María Félix se murió cuando le dio la gana: el 8 de abril de este año,
justo cuando cumplía 88. La noche anterior se había acostado a ver televisión
después de tomarse, como todas las noches y por prescripción médica, un
somnífero. No volvió a despertar. En la madrugada del día de su cumpleaños,
decidió entrar definitivamente, no sé si a la eternidad pero sí a la
inmortalidad donde ya se había instalado casi desde sus primeros filmes, pero
sobre todo luego de ser Doña Bárbara
en 1943. Consciente de que era un mito moderno en un país de mitos ancestrales,
María Félix, a su retiro definitivo en 1970 con La Generala, prefirió para sus siguientes 18 años una semipenumbra
que la mantuviera vigente en la memoria del pueblo mexicano y de los
aficionados del mundo, en lugar del oscuro ostracismo de Greta Garbo, la
patética despedida de Marylin Monroe o la estridente luminosidad con que
envejece Elizabeth Taylor. Su imponencia no admitía el olvido, su vida luminosa
ya no requería del neón.
María y los primeros años
María de los Ángeles Félix Guereña
nació en la finca El Quiriego, de su familia, cerca de la población de Los
Álamos, Sonora, el 8 de abril de 1914, cuando las huestes de Doroteo Arango
(Pancho Villa) recorrían el territorio mexicano dibujando la primera auténtica
revolución del Siglo XX. Esa coincidencia, la belleza con que la dotó la
naturaleza, el temprano primer renunciamiento y un talento intuitivo para la
vida, le forjaron un carácter como pocos se han visto en la historia del cine.
También debió contribuir a la leyenda la sangre india (yaqui) de su padre
Bernardo, mezclada con la española de Josefina, la madre que alguna vez quiso
ser monja pero a quien la vida le había preparado el destino de parir a La
Doña.
Criada entre la finca de los abuelos y
el poblado de Los Álamos, María pasó su niñez montada en un caballo, subida a
los árboles y jugando juegos de niños con su hermano Pablo. Los de niñas,
muñecas y rondas, no la seducían. Pero la relación tan íntima de María con su
hermano llegó a preocupar a la madre, a quien su frustrada vocación de monja le
hacía ver elefantes donde sólo había hormigas; y en connivencia con el padre
inflexible decidieron separarlos enviando a Pablo a un colegio militar. De allí
lo devolvieron cadáver poco después y sin mayores explicaciones. Nunca se supo
la causa de la muerte, pero debió de ser el acostumbrado bautizo iniciático, o
algún castigo… Ese fue su primer dolor, incrementado con la sensación de
soledad que le deparaba la compañía de un padre en exceso rígido, una madre
complaciente pero anodina, y un grupo de hermanas con las que poco tenía en
común su personalidad de “hembra-macha”, como dirían de Ella años después cuando ya se habían enfrentado a su
carácter. Esa sensación debió mitigarse
un tanto cuando, ya en Guadalajara y a los trece años, empezó a ser la
tentación de jóvenes y de no tan jóvenes. Elegida reina de la universidad, se
dio cuenta pronto del poder de su belleza y de la tiranía que en su entorno
podían ejercer esos enormes ojos cafés que, según dijera Octavio Paz, lo mismo
“atraen que fulminan”.
Poco después del reinado y aún casi
adolescente, la estricta disciplina que le imponía su padre la impulsó a
casarse con Enrique Álvarez, un anónimo vendedor casi tan joven como ella, y de
quien tuvo a su único hijo, Enrique, quien falleciera de un infarto en 1996
ocasionándole a María la última y más dolorosa pérdida de su vida familiar. El
divorcio de la pareja, poco después del matrimonio, evidenció lo precipitado
del enlace pero le dio a María la prematura experiencia que le serviría para
construir su recio carácter… y su fama de “devoradora de hombres”.
María y el cine: nace la leyenda
Andaba María por los 24 años cuando,
viviendo ya en ciudad de México, el ingeniero Fernando Palacios, personaje
ligado a la industria del cine y de cuya relación posterior con María se sabe
poco pero se murmuró mucho, la vio en alguna ocasión y le propuso hacer una
prueba para la pantalla grande. Ella
no se lo creyó mucho pero, ante la insistencia, aceptó. El resultado de la
prueba fue el primer papel de su carrera, mas no el inicial de segundona o
actriz de reparto sino el principal de El
Peñón de las Ánimas, filme cuya producción se preparaba con la actuación
estelar del primer actor del cine mexicano, el Charro Cantor Jorge Negrete. A
este, guapo y vanidoso macho mexicano ya consagrado por la fama, no le hizo
gracia alternar con una principiante, y así se lo dijo a María: “Hablando a lo
macho, no pienso servir de escalón a muchachas inexpertas que quieran hacer
carrera en el cine a mi cuenta”. A lo que ella respondió, tartamudeando: “Pues
hablando a lo hembra señor Negrete, usted me parece muy buen cantor pero es muy
mal actor”. La trifulca duró hasta cuando Jorge le echó en cara que él era “el
primer galán del cine mexicano”, a lo que María respondió, ya sin tartamudear:
“No sé si el primer galán, pero sí el primer gañán de México”. Al feminismo le
faltaban unos treinta años de cocción pero ya María lo iba inaugurando. La
pelea, como se sabe, terminó en el matrimonio de ambos diez años después,
cuando ya María era mito en México y leyenda en Europa, y Jorge Negrete
iniciaba la decadencia vital que lo llevaría a la muerte un año y pocos meses
después de la estruendosa boda.
A El
Peñón de las Ánimas siguieron 47 películas más tanto en México como en
España, Francia, Italia y Argentina. Pero jamás aceptó trabajar en Hollywood a
pesar de los coqueteos de la Meca del cine gringo. “Sólo me ofrecen papeles de
india y yo no nací para cargar canastas”, dijo María ante el primer irrespeto
de Hollywood. Tampoco quiso nunca aprender inglés, pero dominaba el francés y
se defendía en italiano.
En Europa trabajó dirigida por algunos
de los más grandes directores, y al lado de los mejores actores del cine
europeo. Luis Buñuel (Los ambiciosos, 1959), Jean Renoir (French Can-Can, 1954), Juan Antonio
Bardem (Sonatas, 1959) la tuvieron
frente a la silla y actuando al lado de Gerard Philippe, Rossano Brazzi, Kurt
Jurgens, Ives Montand, Jean Gabin,
Vittorio Gassman y Fernando Fernán Gómez, entre otros. Para el cine
latinoamericano fue dirigida por Emilio Fernández, Tito Davidson, Roberto
Gavaldón, Ignacio López Tarso e Ismael Rodríguez entre los principales,
mientras alternaba actuaciones con Andrés, Julián o Domingo Soler, Jorge
Mistral, Arturo de Córdova, Pedro Infante, Carlos Thompson, Víctor Junco, Jack
Palance, Emilio Fernández, Dolores del Río, Columba Fernández, Carlos López
Moctezuma y Pedro Armendáriz. Para completar el cuadro de la gloria, en muchos
de sus filmes estaba detrás de la cámara el legendario Gabriel Figueroa, por
muchos años reverenciado como el primer camarógrafo del cine mundial.
Pero fue sin duda su tercera película, Doña Bárbara, filmada en 1943 con la
dirección de Fernando de Fuentes, la que consolidó su fama no bien acabada de
empezar, y le puso un nombre de leyenda a su carácter y a su estampa: María fue
‘La Doña’ para el mundo, luego de este filme basado en la novela homónima del
escritor venezolano Rómulo Gallegos. A este, que colaboraba en el guión, lo
habían llevado a cenar en un restaurante adonde también acudiría María como
invitada, y apenas la vio entrar dijo impresionado: “Ya tengo a mi Doña
Bárbara”. Y a Ella le aseguró: “La
escribí para ti”. Y a pesar de que la actriz principal del filme ya estaba
contratada, no hubo nada que hacer: María fue Doña Bárbara y con ese vocativo
entró en la mitología. Después de esta cinta y como lo aventura su principal
biógrafo, Paco Ignacio Taibo, los guionistas empezaron a escribir argumentos
para Ella, lo cual contribuiría a
consolidar el mito de ‘La Doña’, ‘María de México’ o ‘Maclovia’, según el
momento o el recuerdo. Agustín Lara, su tercer marido, sustentaría la leyenda
desde su piano de compositor y su cascada voz de bohemio impenitente, cuando en
una noche de juerga compuso “María Bonita” y se fue con Pedro Vargas y un piano
en un camión, a cantársela personalmente en Acapulco. María Bonita engrosó la lista
de los epítetos, y la canción acompañó a La Doña en el viaje a la tumba, tal
como lo había hecho a lo largo de muchos años de vida. Cuentan que, sola en su
casa y sentada en un sillón en la penumbra de la sala, solía cantarla en voz
baja. En todo caso la incluyó en un disco, Enamorada,
que se atrevió a grabar “por los puriticos calzones”, como dijo uno de sus
amigos, Tito Vasconcelos. O sea porque le dio la gana.
María y los hombres: otra leyenda
Aunque la lista de amigos de María es
bastante más larga que la de maridos y amantes, lo cierto es que se casó cuatro
veces con seguridad, quizá cinco si se cuenta un presunto matrimonio con Raúl
Prado, miembro del Trío Calaveras, boda que de todos modos no duró lo
suficiente como para engordar la crónica farandulera de la época. El primer
marido, como sabemos, fue Enrique Álvarez, padre de su hijo, y a él siguieron
el guitarrista Pardo, Agustín Lara, Jorge Negrete y el empresario francés Alex
Berger, su último y más duradero marido, pues que con él estuvo matrimoniada
por casi veinte años, dividiendo su vida entre su casa de México y su
residencia en París. Los amantes o aspirantes a serlo, fueron legión. Desde la
elegancia torera de Luis Miguel Dominguín hasta la ordinariez acaudalada del
Rey Faruk de Egipto, quien, en un arrebato de alebrestada pasión le ofreció la
diadema de Nefertari a cambio de “una noche”. María y su carácter lo dejaron a
él con los crespos hechos y a la diadema en su vitrina del Museo de El Cairo.
También hubo un colombiano en la lista. El Tiempo, de Bogotá, publicó un
testimonio personal del piloto Gonzalo Fajardo, quien conoció a La Doña cuando
el avión que la conducía de México a Bogotá y que Fajardo piloteaba desde Nueva
York, tuvo que aterrizar en el aeropuerto de Cartagena a causa del mal tiempo.
La coincidencia fue a fines de los cincuenta cuando María estaba en los
cuarenta años y el piloto colombiano tenía 27 y una pinta a lo Clark Gable.
Según Fajardo, María viajaba de México a Nueva York cuando a él le tocaba ir a
la capital del mundo, y allí trenzaron durante un año el tórrido romance que
empezara a causa de una tormenta.
Con otros hombres y mujeres de talento y valía universal fue
puliendo La Doña su talento dramático, la viveza del carácter y el filo
cortante de su lengua viperina. El Barón de Rotschild y Alí Kahn, Jean Paul
Sartre, Jean Cocteau, Jean Genet, Collette, Manolete y Salvador Dalí en Europa,
entre muchos otros nombres ilustres, complementaron las sólidas amistades de
María con lo más importante del arte, las letras, la política y el cine de
América Latina, como Diego Rivera, Frida Kahlo, Miguel Alemán, Eva Perón,
Octavio Paz, Juan Rulfo y muchos más. La lista se mancha a ratos con presencias
como la del dictador Fulgencio Batista y uno que otro indeseable adicional, lo
cual agrega mucho a una personalidad agresiva y caprichosa que tuvo posiciones
despectivas para con ciertos líderes revolucionarios. No hace mucho y con
ocasión de la marcha zapatista de Chiapas a ciudad de México y la negociación
del gobierno con el Subcomandante Marcos, María no tuvo reparos para decir en
voz alta: “Lo que me da coraje es que nuestro Presidente (Fox) se esté poniendo
de rodillas ante ese payaso (Marcos) que no es nadie”.
El último compañero de su vida fue el pintor francés Antoine
Tzapoff, quien le hizo una colección de retratos que fueron parte de la muestra
“María y sus pintores”, que se expuso en el Palacio de Minería hace algunos
años. Aparte de los retratos pintados por Tzapoff, se exhibieron también los
que en su momento le hicieran Diego Rivera (varios), Leonor Fini, Leonora
Carrington, Estanislao Lepri, Bridget Tichenor y Chávez Marión. No estuvo
colgado el que le hizo el otro gran muralista mexicano, José Clemente Orozco,
pues a María no le gustó, lo guardó durante mucho tiempo en el desván de su
casa y se lo robaron en algún viaje.
Pero no solamente el pincel de grandes artistas retrató a
María. Algunos importantes músicos también hicieron lo suyo para redondear la
iconografía de La Doña. Agustín Lara, ya lo vimos, le compuso “María Bonita” y
hasta se atrevió a cantársela, pero además le dedicó las archiconocidas (de los
viejitos) “Humo en los ojos”, “Palabras de Mujer” y “El Chotiz de Madrid”; Juan
Gabriel le dedicó “María de todas las Marías”; Cuco Sánchez escribió para ella
“Oiga Doña”; el grupo de rock ‘Los Amantes de Lola’ le dedicó “Doña”; y alguna
vez en París un joven de 20 años, enamorado de Ella, le compuso una canción que compite en fama con “Maria
Bonita”: “Je t’aime a mourir”, que todavía se oye de vez en cuanto en las
emisoras de la nostalgia.
Pero la canción que con “María Bonita” identifica a La Doña,
se la compuso José Alfredo Jiménez, quien se la mandó a cantar a Argentina
donde a la sazón filmaba María. La canción, Ella,
es, sin duda, una de las más bellas rancheras de la historia, y a su compás
algunos nos hemos enamorado para siempre varias veces, aguardientico de por
medio que es como se debe. Claro que, como buen ranchero, José Alfredo se la
dedicó después a muchas otras, incluida su esposa Flor Silvestre, pero lo
cierto es que Ella es María Félix y
ninguna más. No faltó quien se la cantara en el momento de su entierro en el
Panteón Francés de ciudad de México, allí donde, al lado de su hijo Enrique, se
quedó para siempre, ya atemperado y vencido el carácter de una mujer que se dio
el lujo de “elegir a todos sus hombres”; y, también, el de mandar a freír
espárragos a más de tres: María Bonita, María de México, La Doña… ¡Ella!
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