jueves, 10 de abril de 2014

“Yo he elegido a mis hombres”

María Félix: “Yo he elegido a mis hombres”
Por Omar Ospina García

La diva por antonomasia del cine mexicano –y latinoamericano–, falleció en México el día de su cumpleaños. El recuerdo de su vida nos da la idea de una mujer de belleza imponente, dueña de un férreo carácter que definió su propia vida… y la de muchos otros.

         Como casi todo lo que hizo en su larga vida, María Félix se murió cuando le dio la gana: el 8 de abril de este año, justo cuando cumplía 88. La noche anterior se había acostado a ver televisión después de tomarse, como todas las noches y por prescripción médica, un somnífero. No volvió a despertar. En la madrugada del día de su cumpleaños, decidió entrar definitivamente, no sé si a la eternidad pero sí a la inmortalidad donde ya se había instalado casi desde sus primeros filmes, pero sobre todo luego de ser Doña Bárbara en 1943. Consciente de que era un mito moderno en un país de mitos ancestrales, María Félix, a su retiro definitivo en 1970 con La Generala, prefirió para sus siguientes 18 años una semipenumbra que la mantuviera vigente en la memoria del pueblo mexicano y de los aficionados del mundo, en lugar del oscuro ostracismo de Greta Garbo, la patética despedida de Marylin Monroe o la estridente luminosidad con que envejece Elizabeth Taylor. Su imponencia no admitía el olvido, su vida luminosa ya no requería del neón.

María y los primeros años
         María de los Ángeles Félix Guereña nació en la finca El Quiriego, de su familia, cerca de la población de Los Álamos, Sonora, el 8 de abril de 1914, cuando las huestes de Doroteo Arango (Pancho Villa) recorrían el territorio mexicano dibujando la primera auténtica revolución del Siglo XX. Esa coincidencia, la belleza con que la dotó la naturaleza, el temprano primer renunciamiento y un talento intuitivo para la vida, le forjaron un carácter como pocos se han visto en la historia del cine. También debió contribuir a la leyenda la sangre india (yaqui) de su padre Bernardo, mezclada con la española de Josefina, la madre que alguna vez quiso ser monja pero a quien la vida le había preparado el destino de parir a La Doña.

         Criada entre la finca de los abuelos y el poblado de Los Álamos, María pasó su niñez montada en un caballo, subida a los árboles y jugando juegos de niños con su hermano Pablo. Los de niñas, muñecas y rondas, no la seducían. Pero la relación tan íntima de María con su hermano llegó a preocupar a la madre, a quien su frustrada vocación de monja le hacía ver elefantes donde sólo había hormigas; y en connivencia con el padre inflexible decidieron separarlos enviando a Pablo a un colegio militar. De allí lo devolvieron cadáver poco después y sin mayores explicaciones. Nunca se supo la causa de la muerte, pero debió de ser el acostumbrado bautizo iniciático, o algún castigo… Ese fue su primer dolor, incrementado con la sensación de soledad que le deparaba la compañía de un padre en exceso rígido, una madre complaciente pero anodina, y un grupo de hermanas con las que poco tenía en común su personalidad de “hembra-macha”, como dirían de Ella años después cuando ya se habían enfrentado a su carácter.  Esa sensación debió mitigarse un tanto cuando, ya en Guadalajara y a los trece años, empezó a ser la tentación de jóvenes y de no tan jóvenes. Elegida reina de la universidad, se dio cuenta pronto del poder de su belleza y de la tiranía que en su entorno podían ejercer esos enormes ojos cafés que, según dijera Octavio Paz, lo mismo “atraen que fulminan”.

         Poco después del reinado y aún casi adolescente, la estricta disciplina que le imponía su padre la impulsó a casarse con Enrique Álvarez, un anónimo vendedor casi tan joven como ella, y de quien tuvo a su único hijo, Enrique, quien falleciera de un infarto en 1996 ocasionándole a María la última y más dolorosa pérdida de su vida familiar. El divorcio de la pareja, poco después del matrimonio, evidenció lo precipitado del enlace pero le dio a María la prematura experiencia que le serviría para construir su recio carácter… y su fama de “devoradora de hombres”.

María y el cine: nace la leyenda
         Andaba María por los 24 años cuando, viviendo ya en ciudad de México, el ingeniero Fernando Palacios, personaje ligado a la industria del cine y de cuya relación posterior con María se sabe poco pero se murmuró mucho, la vio en alguna ocasión y le propuso hacer una prueba para la pantalla grande. Ella no se lo creyó mucho pero, ante la insistencia, aceptó. El resultado de la prueba fue el primer papel de su carrera, mas no el inicial de segundona o actriz de reparto sino el principal de El Peñón de las Ánimas, filme cuya producción se preparaba con la actuación estelar del primer actor del cine mexicano, el Charro Cantor Jorge Negrete. A este, guapo y vanidoso macho mexicano ya consagrado por la fama, no le hizo gracia alternar con una principiante, y así se lo dijo a María: “Hablando a lo macho, no pienso servir de escalón a muchachas inexpertas que quieran hacer carrera en el cine a mi cuenta”. A lo que ella respondió, tartamudeando: “Pues hablando a lo hembra señor Negrete, usted me parece muy buen cantor pero es muy mal actor”. La trifulca duró hasta cuando Jorge le echó en cara que él era “el primer galán del cine mexicano”, a lo que María respondió, ya sin tartamudear: “No sé si el primer galán, pero sí el primer gañán de México”. Al feminismo le faltaban unos treinta años de cocción pero ya María lo iba inaugurando. La pelea, como se sabe, terminó en el matrimonio de ambos diez años después, cuando ya María era mito en México y leyenda en Europa, y Jorge Negrete iniciaba la decadencia vital que lo llevaría a la muerte un año y pocos meses después de la estruendosa boda.

         A El Peñón de las Ánimas siguieron 47 películas más tanto en México como en España, Francia, Italia y Argentina. Pero jamás aceptó trabajar en Hollywood a pesar de los coqueteos de la Meca del cine gringo. “Sólo me ofrecen papeles de india y yo no nací para cargar canastas”, dijo María ante el primer irrespeto de Hollywood. Tampoco quiso nunca aprender inglés, pero dominaba el francés y se defendía en italiano.

         En Europa trabajó dirigida por algunos de los más grandes directores, y al lado de los mejores actores del cine europeo. Luis  Buñuel (Los ambiciosos, 1959), Jean Renoir (French Can-Can, 1954), Juan Antonio Bardem (Sonatas, 1959) la tuvieron frente a la silla y actuando al lado de Gerard Philippe, Rossano Brazzi, Kurt Jurgens,  Ives Montand, Jean Gabin, Vittorio Gassman y Fernando Fernán Gómez, entre otros. Para el cine latinoamericano fue dirigida por Emilio Fernández, Tito Davidson, Roberto Gavaldón, Ignacio López Tarso e Ismael Rodríguez entre los principales, mientras alternaba actuaciones con Andrés, Julián o Domingo Soler, Jorge Mistral, Arturo de Córdova, Pedro Infante, Carlos Thompson, Víctor Junco, Jack Palance, Emilio Fernández, Dolores del Río, Columba Fernández, Carlos López Moctezuma y Pedro Armendáriz. Para completar el cuadro de la gloria, en muchos de sus filmes estaba detrás de la cámara el legendario Gabriel Figueroa, por muchos años reverenciado como el primer camarógrafo del cine mundial.     

         Pero fue sin duda su tercera película, Doña Bárbara, filmada en 1943 con la dirección de Fernando de Fuentes, la que consolidó su fama no bien acabada de empezar, y le puso un nombre de leyenda a su carácter y a su estampa: María fue ‘La Doña’ para el mundo, luego de este filme basado en la novela homónima del escritor venezolano Rómulo Gallegos. A este, que colaboraba en el guión, lo habían llevado a cenar en un restaurante adonde también acudiría María como invitada, y apenas la vio entrar dijo impresionado: “Ya tengo a mi Doña Bárbara”. Y a Ella le aseguró: “La escribí para ti”. Y a pesar de que la actriz principal del filme ya estaba contratada, no hubo nada que hacer: María fue Doña Bárbara y con ese vocativo entró en la mitología. Después de esta cinta y como lo aventura su principal biógrafo, Paco Ignacio Taibo, los guionistas empezaron a escribir argumentos para Ella, lo cual contribuiría a consolidar el mito de ‘La Doña’, ‘María de México’ o ‘Maclovia’, según el momento o el recuerdo. Agustín Lara, su tercer marido, sustentaría la leyenda desde su piano de compositor y su cascada voz de bohemio impenitente, cuando en una noche de juerga compuso “María Bonita” y se fue con Pedro Vargas y un piano en un camión, a cantársela personalmente en Acapulco. María Bonita engrosó la lista de los epítetos, y la canción acompañó a La Doña en el viaje a la tumba, tal como lo había hecho a lo largo de muchos años de vida. Cuentan que, sola en su casa y sentada en un sillón en la penumbra de la sala, solía cantarla en voz baja. En todo caso la incluyó en un disco, Enamorada, que se atrevió a grabar “por los puriticos calzones”, como dijo uno de sus amigos, Tito Vasconcelos. O sea porque le dio la gana.

María y los hombres: otra leyenda
         Aunque la lista de amigos de María es bastante más larga que la de maridos y amantes, lo cierto es que se casó cuatro veces con seguridad, quizá cinco si se cuenta un presunto matrimonio con Raúl Prado, miembro del Trío Calaveras, boda que de todos modos no duró lo suficiente como para engordar la crónica farandulera de la época. El primer marido, como sabemos, fue Enrique Álvarez, padre de su hijo, y a él siguieron el guitarrista Pardo, Agustín Lara, Jorge Negrete y el empresario francés Alex Berger, su último y más duradero marido, pues que con él estuvo matrimoniada por casi veinte años, dividiendo su vida entre su casa de México y su residencia en París. Los amantes o aspirantes a serlo, fueron legión. Desde la elegancia torera de Luis Miguel Dominguín hasta la ordinariez acaudalada del Rey Faruk de Egipto, quien, en un arrebato de alebrestada pasión le ofreció la diadema de Nefertari a cambio de “una noche”. María y su carácter lo dejaron a él con los crespos hechos y a la diadema en su vitrina del Museo de El Cairo. También hubo un colombiano en la lista. El Tiempo, de Bogotá, publicó un testimonio personal del piloto Gonzalo Fajardo, quien conoció a La Doña cuando el avión que la conducía de México a Bogotá y que Fajardo piloteaba desde Nueva York, tuvo que aterrizar en el aeropuerto de Cartagena a causa del mal tiempo. La coincidencia fue a fines de los cincuenta cuando María estaba en los cuarenta años y el piloto colombiano tenía 27 y una pinta a lo Clark Gable. Según Fajardo, María viajaba de México a Nueva York cuando a él le tocaba ir a la capital del mundo, y allí trenzaron durante un año el tórrido romance que empezara a causa de una tormenta.

Con otros hombres y mujeres de talento y valía universal fue puliendo La Doña su talento dramático, la viveza del carácter y el filo cortante de su lengua viperina. El Barón de Rotschild y Alí Kahn, Jean Paul Sartre, Jean Cocteau, Jean Genet, Collette, Manolete y Salvador Dalí en Europa, entre muchos otros nombres ilustres, complementaron las sólidas amistades de María con lo más importante del arte, las letras, la política y el cine de América Latina, como Diego Rivera, Frida Kahlo, Miguel Alemán, Eva Perón, Octavio Paz, Juan Rulfo y muchos más. La lista se mancha a ratos con presencias como la del dictador Fulgencio Batista y uno que otro indeseable adicional, lo cual agrega mucho a una personalidad agresiva y caprichosa que tuvo posiciones despectivas para con ciertos líderes revolucionarios. No hace mucho y con ocasión de la marcha zapatista de Chiapas a ciudad de México y la negociación del gobierno con el Subcomandante Marcos, María no tuvo reparos para decir en voz alta: “Lo que me da coraje es que nuestro Presidente (Fox) se esté poniendo de rodillas ante ese payaso (Marcos) que no es nadie”. 

El último compañero de su vida fue el pintor francés Antoine Tzapoff, quien le hizo una colección de retratos que fueron parte de la muestra “María y sus pintores”, que se expuso en el Palacio de Minería hace algunos años. Aparte de los retratos pintados por Tzapoff, se exhibieron también los que en su momento le hicieran Diego Rivera (varios), Leonor Fini, Leonora Carrington, Estanislao Lepri, Bridget Tichenor y Chávez Marión. No estuvo colgado el que le hizo el otro gran muralista mexicano, José Clemente Orozco, pues a María no le gustó, lo guardó durante mucho tiempo en el desván de su casa y se lo robaron en algún viaje.

Pero no solamente el pincel de grandes artistas retrató a María. Algunos importantes músicos también hicieron lo suyo para redondear la iconografía de La Doña. Agustín Lara, ya lo vimos, le compuso “María Bonita” y hasta se atrevió a cantársela, pero además le dedicó las archiconocidas (de los viejitos) “Humo en los ojos”, “Palabras de Mujer” y “El Chotiz de Madrid”; Juan Gabriel le dedicó “María de todas las Marías”; Cuco Sánchez escribió para ella “Oiga Doña”; el grupo de rock ‘Los Amantes de Lola’ le dedicó “Doña”; y alguna vez en París un joven de 20 años, enamorado de Ella, le compuso una canción que compite en fama con “Maria Bonita”: “Je t’aime a mourir”, que todavía se oye de vez en cuanto en las emisoras de la nostalgia.


Pero la canción que con “María Bonita” identifica a La Doña, se la compuso José Alfredo Jiménez, quien se la mandó a cantar a Argentina donde a la sazón filmaba María. La canción, Ella, es, sin duda, una de las más bellas rancheras de la historia, y a su compás algunos nos hemos enamorado para siempre varias veces, aguardientico de por medio que es como se debe. Claro que, como buen ranchero, José Alfredo se la dedicó después a muchas otras, incluida su esposa Flor Silvestre, pero lo cierto es que Ella es María Félix y ninguna más. No faltó quien se la cantara en el momento de su entierro en el Panteón Francés de ciudad de México, allí donde, al lado de su hijo Enrique, se quedó para siempre, ya atemperado y vencido el carácter de una mujer que se dio el lujo de “elegir a todos sus hombres”; y, también, el de mandar a freír espárragos a más de tres: María Bonita, María de México, La Doña… ¡Ella!

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