Prometí a los facebookeros que han estado pendientes
del XX Mundial de Fútbol en Brasil, contarles el asunto de un gato.
Sabemos muy bien que en los momentos de tensión y
máxima adrenalina, cualquier cosa negativa nos hace contraernos, apretar los
puños, encogernos casi hasta desaparecer dentro de nosotros mismos; mejor dicho,
arrugarnos, como se dice allá en ese “Sur, paredón y después” que describiera
Homero Manzi y elogiara Borges en algún párrafo. Y sabemos también que, en los
momentos alegres, exultantes, dichosos, abrimos los brazos, nos levantamos
eufóricos, dejamos salir el aire y la risa, en fin, compartimos el placer
incluso abrazando el vacío si estamos solos, o al más cercano si acompañados.
Ayer salió en facebook la foto de una hincha
argentina, obviamente vestida de celeste y blanco, con un gracioso gatito en el
regazo. El gatito lucía una primorosa cinta blanquiceleste, obvio de nuevo, en
el cuello, y miraba algo sorprendido las manos de la dama que lo abrazaban
tensas, los dedos crispados, la piel de gallina, el ademán brusco, nada que ver
con las manos acariciadoras de otros días, amorosas y tiernas. En fin, el gato
sólo estaba ahí, expectante. Y miraba esas manos quizás con gatuna preocupación…
La dama y su gato veían la final del Mundial de
fútbol, ayer domingo 13 de julio de 2014, para precisar. Cuatro y veinticinco,
para ser más exactos. Faltaban 6 minutos para el final del partido. En los 114
minutos anteriores, el gato tuvo 3, repito en letras: tres, oportunidades de
salvarse. En las tres, el Pipita Higuaín, Rodrigo Palacios y el Kun Agüero, pudieron
hacer el gol que le daría a la Argentina el Campeonato Mundial de fútbol. En la
primera de las tres oportunidades que se hubiese concretado en el fondo de la
red alemana, la dama en cuestión hubiera abierto los brazos, y el gato habría
saltado de su falda y corrido a su cajita de arena o al cojín de costumbre, y
todo habría sido alegría y emoción y abrazos y risas. Pero no pasó así:
Higuaín, Palacios y el Kun, desperdiciaron cada uno la oportunidad de ser campeones
mundiales, no hicieron el gol que debieron hacer, y el gato no pudo saltar del
regazo de la dama y poner pies en polvorosa. O sea, los tres delanteros
argentinos, hasta aquí, son responsables, por omisión, de lo que ocurrió más
adelante.
Al contrario, faltando 6 minutos para el pitazo final
y una hasta entonces muy posible definición por penaltis, merecida por ambos en
vista de lo hecho y no hecho en el partido normal y su alargue, y en la segunda
oportunidad de gol que tuvieron los germanos –en la primera tapó Romero y el
gato apenas sufrió un ligero apretón–, un alemán de extraño nombre corto (todos
son larguísimos; como decía Twain, el alemán tiene demasiadas letras inútiles),
recibió una pelota a espaldas del defensor argentino, la durmió en el pecho al
mejor estilo James y soltó un zurdazo que se le escurrió por la zurda al buen
arquero Romero. Gol alemán… Algarabía brasileroalemana en las tribunas, silencio en las gradas albicelestes…
La Dama del Gato (a ver si Marcelo Aguirre o Charlie
Monsalve la pintan) apretó los brazos, se encogió sobre sí misma acusando el
golpe, gritó un putazo dolorido… y el gato exhaló de una vez el aliento de sus
nueve vidas, estrangulado por la dama que no pudo soportar el hecho
futbolístico real y doloroso de que quien no hace los goles que puede cuando
puede, ve hacer los que no quiere cuando el rival pueda… Y colorín celeste y
blanco…
Por cierto, el alemán culpable de la muerte del gato, el del nombre extrañamente corto, no merece condena: hizo lo que debía de hacer y lo hizo bien.
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