Por muchos meses he estado
pensando en cuáles pueden ser las razones de Álvaro Uribe para sus
maquinaciones ilegales y antipatrióticas contra el Proceso de Paz en Colombia,
para sus muy cuestionables y arteras filtraciones de información sobre los
pasos de la guerrilla y de la Cruz Roja para entregar secuestrados o retenidos,
aparte del espionaje que sigue haciendo con la complicidad de la Inteligencia
Militar y a sabiendas del Ministro de la Defensa, su ficha fiel en el Gabinete
del Presidente Santos.
Jamás he creído, por supuesto,
que sea por patriotismo ni porque le preocupe que al final del Proceso los
guerrilleros en paz se adueñen del país vía elecciones, cosa muy improbable. O
porque salgan favorecidos con impunidad para sus delitos. Impunidad que no le
preocupa si cobija a sus criaturas, las bandas paramilitares, hoy convertidas
en BACRIM o bandas criminales, que es lo que han sido siempre aunque se hayan
llamado CONVIVIR o Autodefensas Unidas de Colombia.
De manera que, analizando
el tema, voy poco a poco dando con la punta del ovillo. Es, simple y
sencillamente, envidia, humana envidia. Por supuesto, sin desconocer que,
principalmente, Uribe es también el pie de amigo de la clase dirigente
económica tradicional colombiana, a la que no le interesa la Paz por sus
consecuencias en la educación y en el desarrollo cultural de las mayorías, sino
la guerra eterna que sostiene el Statu quo de dominación implantado desde la
emancipación por la insurgente oligarquía criolla, primero feudal y terrateniente,
luego terrateniente, empresarial, industrial y comercial.
Pero me explico. Por 8 largos años el ex
Presidente Uribe hizo todo lo posible legal o ilegal, humano o inhumano,
legítimo o ilegítimo, ético o inmoral, por ganarles la guerra a las Guerrillas.
No tuvo escrúpulos en premiar delaciones, en comprar conciencias, en sobornar,
en espiar, en chantajear a quien fuere para adelantar su guerra particular,
también producto de otra humana debilidad: la necesidad de venganza por la
muerte de su padre a manos de la guerrilla. No porque matarlo hubiera sido la
intención de los guerrilleros, a quienes más les convenía secuestrarlo y
retenerlo vivo que matarlo, sino porque la víctima quiso jugárselas en un gesto
de machismo que le salió caro.
Rememorando, el señor Uribe
Padre enfrentó “valientemente”, yo diría estúpida e irresponsablemente, a los
guerrilleros, cuando no tenía posibilidad de defensa. Lo que ocasionó su
muerte. Fue casi un suicidio esa muerte buscada a sabiendas de que ocurriría si
los enfrentaba en lugar de rendirse. Pero era, como su hijo, macho de armas
tomar. El deseo de venganza es, pues, humano. Tan humano como la envidia.
Ahora bien, durante esos
ocho años de guerra inútil, en los que no logró vencer ni desarticular a las
guerrillas, sí les redujo su potencial de violencia. La enorme ayuda que
recibió de los EEUU y de la Política de Seguridad implantada por ese otro guerrerista
sin uniforme que fue G. W. Bush, le posibilitó darles a las guerrillas de las
FARC golpes muy importantes. El mayor, sin duda, la Muerte de Raúl Reyes en Ecuador,
sin anuencia ni aviso previo a su Gobierno, asunto que tuvo graves
repercusiones diplomáticas y comerciales. Pero eso fue todo: no ganó la guerra,
como fue su decisión y era su propósito.
Consciente de que
no podría ganar la guerra a las FARC, Uribe se transó por algo menos
heroico y bastante ruin: aprobar y premiar los falsos positivos con miras a
ganar en la prensa y en la opinión pública, la guerra que no podía ganar en los
campos. La historia lo juzgará con menos clemencia que la justicia colombiana,
aún temerosa de su poder político, y cautelosa ante una opinión pública que, en
porcentaje cada vez menor, apoya aún a Uribe y aplaude su vieja política de
retaliación y venganza.
Ese sector terrateniente,
latifundista y especulador financiero, no entiende ni quiere entender, ni le
conviene, que la paz sólo es posible negociando con el enemigo y reconociendo,
en primer lugar, que las razones de lucha de ese enemigo, han tenido y tienen
un fondo de legitimidad política, económica e ideológica, aunque las guerrillas
lo hayan desvirtuado con sus delitos al margen de la legítima lucha contra un
sistema oprobioso y concentrador de riqueza en pocas manos. Y no lo entenderán
porque ese sector, que aún apoya a Uribe, es el eterno sector terrateniente,
agroindustrial, especulador y acaparador cuya codicia generó las primeras
luchas guerrilleras de Guadalupe Salcedo y Dumar Aljure en los Llanos
Orientales, y posteriormente, a fines de los años 40 del siglo anterior, la
reacción de los campesinos de Manuel Marulanda Vélez en Marquetalia. Pues, como
ha dicho un veterano dirigente conservador, Álvaro Leyva, "la guerra
interna en Colombia no la iniciaron las guerrillas: la inició el Estado”. Y al
Estado colombiano lo controlan y manejan sus clases dirigentes económicas.
Así las cosas, el
Presidente Santos, con sabiduría política y herencia de estadistas no de
finqueros, entendió que la victoria del Estado no estaba en la continuidad de
una guerra sin fin y sin victoria posible, sino en un acuerdo de paz serio, de
alto nivel, con intenciones de conceder a la contraparte lo que de legítimo
tengan sus aspiraciones y reclamos, lo que no es en modo alguno concesión ni
entreguismo sino, apenas, el reconocimiento de que esas aspiraciones son las
mismas de un pueblo por siempre sometido a la explotación y a la marginación
por sus clases dirigentes elitistas.
Y ahí está la otra punta
del ovillo. Uribe sufre la envidia de que el Presidente Santos, su Ministro de
Defensa cuando trató de vencer por las armas a la guerrilla, y por lo tanto conocedor
de las nulas posibilidades de ganar del Estado Colombiano, haya optado por lo
que su sagacidad política le aconsejó: conversar de paz con el enemigo,
dándole, en primer lugar, el estatus de adversario legítimo, cosa a la que
Uribe, empecinado en la lucha armada, jamás le concedió a la subversión.
Santos dio el paso que
Colombia necesitaba, reclamaba, y al que tiene derecho después de un desangre
inmisericorde de 60 años de guerra fratricida e inútil. Se dio cuenta de que
ganar la guerra era imposible, costoso y sangriento. Y de que Colombia no
merece continuar por ese camino de violencia. Y entonces decidió que, a
diferencia de Uribe que quiso ganar la Guerra, él podría, conversando y
acordando lo acordable, GANAR LA PAZ.
A diferencia de Santos,
Uribe será recordado no sólo como el Presidente que en dos períodos FUE INCAPAZ
DE GANAR LA GUERRA A LA SUBVERSIÓN, sino, lo que es más oprobioso para él, como
el Presidente que, empeñado en una guerra inútil imposible de ganar, prefirió
la ignominia de continuarla con las armas más miserables, ilegítimas, ilegales,
arteras y fraudulentas que recuerde la historia de Colombia.
Sí, doctor Uribe: Juan
Manuel Santos será el Presidente que ganó la Paz. Usted será recordado siempre
como el que perdió la guerra, y como un Presidente indigno, creador,
auspiciador y protector de bandas Paramilitares asesinas, cómplice e instigador
de Falsos Positivos que, bajo su mando, degradaron a las Fuerzas Armadas de
Colombia como no se conocía desde los lejanos tiempos de su mentor ideológico,
Laureano Gómez.
Tiene toda la razón en su
muy humana envidia.
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